GENERAL

Pasaje a ninguna parte

Kidal, una aldea entre Malí y Argelia, ilustra la tragedia de miles de inmigrantes que emplean meses e incluso años en llegar al Atlántico y luego embarcan en cayucos con escasas posibilidades de éxito

El Correo, SERGIO GARCÍA, 20-05-2007

Hay un lugar en África, en la frontera entre Malí y Argelia, donde el curso de los acontecimientos se detuvo hace mucho tiempo. Kidal es una pequeña aldea al sur del Sahara donde las mafias del tráfico de personas campan a sus anchas y las columnas de refugiados sucumben a menudo ante el hambre y la sed. En aquel confín del mundo sobreviven a duras penas y desde hace diez años unas 200 personas, atrapadas por un sueño que les empujó a dar el salto a Europa cuando todavía eran jóvenes y vigorosos, y que ahora, consumidas ya sus fuerzas, es sólo un espejismo que se burla de ellos.

Kidal es una de las múltiples caras del drama de la inmigración. A pesar de que sus pobladores son jóvenes, tiene un cementerio repleto de ‘sin papeles’ llegados de lugares tan alejados como Benín, Costa de Marfil o la región de Los Lagos, a quienes los traficantes abandonaron a su suerte cuando ya no podían robarles más. Pagaban conforme quemaban etapas en un rincón del planeta donde las fronteras se mueven con las dunas y no hace falta visados. El problema llegó cuando se les acabó el dinero y la caravana quedó allí varada como un barco sin dueño. Sin familia, sin trabajo, sin esperanza de salir de allí algún día, su vida, desde entonces, sencillamente se apaga.

Jaime Baraá, responsable de la Unidad de África de Cruz Roja, sabe de la existencia de muchos Kidal. Son miles de personas las que a diario abandonan sus hogares para lanzarse a una aventura sin garantía de éxito, complicada ahora por el despliegue del Frontex en las costas africanas, el sistema de vigilancia electrónica SIVE que peina el océano Atlántico y la dificultad intrínseca de una travesía por mar que arranca cada vez más lejos. En contra de la opinión generalizada, no les empuja el hambre o la guerra, al menos no a todos. Su perfil tipo es el de jóvenes de unos 24 años, solteros, con una educación básica aceptable, con trabajo y procedentes de Senegal, Malí o Gambia.

Contra las mafias

¿Por qué se arriesgan entonces? «Cuando aquí hablamos de ‘efecto llamada’ sale a relucir la Ley de Extranjería, pero olvidamos lo más evidente. No hay mayor ‘efecto llamada’ que el provocado por un teléfono móvil o una antena parabólica, y eso, créame, es algo que se puede encontrar en cualquier poblado africano».

El flujo de inmigrantes es incesante, alentado por algo tan universalmente aceptado como es mejorar la calidad de vida. Y Europa es un destino goloso: aquí se encuentran quince de los veinte países más desarrollados del mundo, mientras que en África están los veinte más subdesarrollados. Un contraste brutal. «200 euros al mes no es mal salario en Senegal – explica Baraá – . Pero si tu país no te garantiza justicia, educación o ayudas sociales; si el sida o la malaria campan a sus anchas; si a la sequía y demás catástrofes naturales se suma la sobreexplotación de los recursos por multinacionales extranjeras, entonces cualquier cosa que te diga un pariente que ha prosperado fuera obra el efecto de mover pueblos enteros. El problema es que sólo se cuenta lo bueno».

El año pasado, según datos del Ministerio de Interior, 39.246 personas fueron interceptadas cuando dieron el salto a España por vía marítima, ya fuera por Canarias (el 81%) o a través del Estrecho. El responsable de Cruz Roja – organización por cuyas manos pasaron 6.000 de esos inmigrantes – dice que es imposible saber la cantidad de gente que lo intentará en 2007 al tratarse de una actividad clandestina, «aunque nada hace pensar que vayan a ser menos».

Eso sí, Baraá alerta sobre el volumen de dinero que mueve esta masa de gente. «Si cada uno se gasta un mínimo de 600 euros, la cifra que resulta de este tráfico inhumano asciende a 21 millones, una suma que permitiría poner en marcha inversiones absolutamente rentables en Senegal».

Baraá no alberga dudas: «La inmigración es un derecho pero no de esta forma, con mafias que se lucran y a costa de la vida de miles de personas». Un informe de la ONU revelaba el año pasado que las mafias se embolsaron alrededor de 230 millones de euros por pasar a Europa a un cuarto de millón de africanos.

Pateras y cayucos representan menos del 15% de la inmigración clandestina, «pero es también la que se hace en peores condiciones, la que está más expuesta a la explotación». Sólo en 2006, y de nuevo según fuentes de Interior, la Policía Nacional y la Guardia Civil desarticularon 429 redes que traficaban con personas y detuvo a 1.821 responsables o miembros de estas mafias, un cómputo que responde a operaciones llevadas a cabo en España, aunque las pesquisas realizadas también permitieron actuar fuera y obtuvieron resultados.

«Lo haremos mejor»

Los éxitos, sin embargo, quedan empañados por la cruda realidad. Según datos del Instituto para las Migraciones, en 2005 tres mil personas perdieron la vida intentando llegar a Canarias, las costas andaluzas o Lampedusa, una isla entre Túnez e Italia que se ha convertido en la mayor puerta de entrada de ‘sin papeles’ a Europa. El año pasado, y sólo camino del archipiélago, las estimaciones oficiales hablaban de que una de cada cuatro personas que intentaba cruzar el Atlántico había muerto en el empeño. Tres patrulleras y dos helicópteros españoles vigilan los 600 kilómetros de litoral mauritano, donde los cayucos se despegan después de semanas de cabotaje.

Pero, ¿qué ocurre con los 1.500 kilómetros de costa hasta Agadir (Marruecos)? ¿O los 500 de Senegal? ¿O los 150 de Guinea Conakry? ¿Qué pueden hacer los barcos de vigilancia si no están operativos las 24 horas, convirtiendo la zona en un coladero para las mafias? El comisario europeo de Justicia y Seguridad, Franco Frattini, reconocía esta semana que el año pasado burlaron los controles del Frontex nada menos que 19.000 inmigrantes. «Este año – advirtió – lo vamos a hacer mejor».

Excepciones

Las políticas europeas para tratar de frenar el fenómeno de la inmigración hacen más hincapié en los efectos que en las causas. «No hay iniciativas serias que apoyen a estos países para reforzar sus condiciones de vida y evitar así que resulte tan atractivo salir fuera. La cuestión – lamenta Baraá – es que a Europa sólo le interesa hablar del tema para quedar blindada».

Una de las pocas excepciones a esta regla ha llegado de la mano de la Agencia Española de Cooperación Internacional, que ha comprometido 5 millones de euros en dos años en el marco de un programa que afecta a 9 países – Marruecos, Mauritania, Senegal, Gambia, Guinea Bissau, Guinea Conakry, Níger, Malí y Cabo Verde – para reforzar la capacidad de respuesta de los equipos de actuación nacionales. El plan – coordinado desde Ginebra, Madrid y Dakar por Cruz Roja Internacional – trata de dar respuesta a las situaciones extremas que se viven en ‘puntos calientes’ como Nuadibú (Mauritania) o Roso (Senegal), principales destinos de la inmigración clandestina que han heredado la presión de Ceuta y Melilla. Permitirá atender a 6.000 familias – unas 30.000 personas – ante crisis humanitarias a través de los equipos locales de la Media Luna Roja o Cruz Roja.

Entretanto, ya sea a través del Sahel o por las costas de África occidental, el flujo es continuo. Y mientras unos cientos se preparan hoy para hacerse a la mar en San Luis o en los astilleros de Casamance, ajenos a los vientos alisios que levantan olas de 6 ó 7 metros y pueden hacer volcar su cayuco frente a las costas del Sahara Occidental, otros miles continúan un éxodo que empezaron hace meses por el desierto, a manos de tuaregs sin escrúpulos.

Volver no es una opción: atrás les espera la vergüenza de no haberlo conseguido, una familia que se empeñó hasta las cejas por brindarles una oportunidad o un país en guerra donde son persona ‘non grata’. Entonces levantan una aldea, en medio de ninguna parte, y esperan que su suerte cambie. Como en Kidal, donde la suerte siempre ha pasado de largo.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)