De lo correcto a lo biempensante
La Vanguardia, , 16-05-2007EN EL FONDO DE UN TIPO de batallas retóricas, siempre la misma lógica: para simular una noble batalla se necesita inventar un infame enemigo
Hubo un tiempo en el que la corrección política pseudoprogresista se las campaba muy a sus anchas, actuando como una verdadera policía del pensamiento. La idea era que si se nombraba al mundo no tal como era sino tal como debería ser, el mundo se transformaría en aquel sentido por arte de birlibirloque. La corrección política fue una forma de pensamiento mágico, casi supersticioso, nacido en los ambientes académicos, cuya historia debería ser escrita tal como se han escrito otras historias de la censura política. Sea como fuere, y aun no sabiendo cuál fue su eficacia práctica, creo que la publicación en 1994 de la sátira Politically correct bedtime stories de James Finn Garner, unos Contes per a nens i nenes políticament correctes traducidos magistralmente al catalán por Quim Monzó y publicados en 1998 por Quaderns Crema, por lo menos desde el punto de vista intelectual, acabó con ella. Luego, siempre quedan algunos iletrados que no se han enterado, pero el combate ideológico en contra de la corrección política ya estaba ganado.
Desde entonces, y en lo que es el habitual movimiento pendular que acompaña el pensamiento que no se aloja exactamente a la altura de la cabeza, empezó a difundirse con fuerza un contraataque pseudoconservador que suele coger carrerilla precisamente en la denuncia de lo políticamente correcto. Así pues, cuando ya no quedaba más pensamiento políticamente correcto que el usado en la artillería electoral de algún candidato o candidata francotirador de los que usan simples balas de fogueo, la trinchera conservadora empezó a arremeter contra un adversario moribundo o inexistente. Actualmente, la retórica al uso suele empezar con un “ya sé que no está permitido decirlo” o, si se tiene más desparpajo, con un “sé que me van a crucificar por decir lo que pienso”, simulando que la censura políticamente correcta aun está al acecho. Y luego sigue… cualquiera de los desafíos biempensantes de moda en contra de aquel pensamiento que yace en el baúl de los recuerdos. Lo biempensante se disfraza de subversivo, en un verdadero carnaval de las ideas. Por ejemplo, se afirma con cara desafiante que ya está bien de hablar de derechos de los inmigrantes y que es hora de hablar de deberes, cosa que “nadie se atreve a hacer”. O, pongamos por caso, se pone por ejemplo cara de consternación para asegurar que ya es hora de recuperar la cultura del esfuerzo, añadiendo un valiente “aunque no esté de moda”, cultura supuestamente dilapidada por el progresismo hegemónico anterior.
Pues bien: estoy esperando con impaciencia una nueva sátira, una especie de Contes infantils benpensants d´ahir i de sempre,que con su ironía acabe con esta plaga de pensamiento que se autopresenta como muy atrevido pero que sólo combate viejos fantasmas de los que apenas queda recuerdo. No nos engañemos: en un combate entre los que insisten en los derechos de los inmigrantes y los que les reclaman deberes, los segundos ganarían por goleada a los primeros, al menos en cantidad. En esto, las encuestas parecen unánimes. Así, véase también como en estos días de desazón electoral, para señalar a alguien que hubiese pedido “papeles para todos” hay que buscar en la hemeroteca hasta llegar al encierro de inmigrantes en Santa Maria del Pi del 2001 y las declaraciones de Joan Clos, claro ejemplo de los que probablemente nunca llegaron a leer los cuentos de Garner. No sirve de nada que, desde entonces, tales exigencias sólo las mantengan media docena de académicos y tres organizaciones minoritarias abonadas al radicalismo socialmente irresponsable.
Y lo mismo cabría decir de la cultura del esfuerzo. Aquí, el problema es que se pretenda mantener el debate en el plano retórico, como si tratara de un mero combate entre defensores del esfuerzo y valedores de la pereza.
Otra cosa bien distinta es cómo conseguir que determinados objetivos sean considerados merecedores de esfuerzo. Ahí está la cuestión. Pero no es cantándole coplas a la cultura del esfuerzo, al margen de saber convencer de qué cosas lo merecen y cuáles no. Es decir: una cosa es saber que no existe nada sólido sin esfuerzo, y otra que se convierta al esfuerzo en algo valioso en sí mismo, al margen del objetivo que se persiga.
Al final, en el fondo de todo este tipo de batallas retóricas, está siempre la misma lógica: para simular una noble batalla se necesita inventar un infame enemigo. Si, además, se escoge a un adversario débil, demonizándolo y pintándolo peligroso y fuerte, nuestra lucha parece merecedora de mucho más respeto. Estos días podemos comprobarlo a diario en el combate electoral, donde la mayoría de los ataques al contrincante no tiene otro objetivo que el de poder presentarse como salvador de quién sabe qué desgracias. A falta de discurso constructivo, de ideas originales, de proyectos rigurosos, se entra en una dialéctica de descalificación dura y promesa fácil. Mi criterio para escoger candidato parte de tal constatación: el que critique menos a los adversarios, el que prometa menos favores.
Pero no era de política y elecciones de lo que quería hablar. Sólo quería poner en guardia del cambio que se ha producido en los últimos diez años, en los cuales hemos pasado de la policía del pensamiento travestida de corrección política al discurso biempensante de apariencia subversiva. Lo primero era pseudoprogresismo autoritario, y lo segundo es pseudoconservadurismo enrollado,dicho sea en defensa del progresismo crítico y del conservadurismo inteligente.
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