ANÁLISIS

Persistente ilusión de los domingos

El Correo, SILVIA PEÑAS MARTÍN, 24-04-2007

Dice Sófocles que los hijos son las anclas que atan a la vida a las madres. Quizás sean mucho más que eso, quizás constituyan el único supuesto de la creación humana capaz de generar en nosotros la ilusión de la perpetuidad, el vago espejismo de prolongar en otros nuestras vidas. Por esouna forzosa separación repercute de esa manera tan impactante en las realidades vitales de las personas implicadas. Si a ello le añadimos la renuncia al íntimo paisaje, al itinerario cotidiano y al calor de los amigos tendremos ante nosotros un anuncio de ineludibles angustias, el germen de un profundo desconsuelo: ‘basta que nos falte un ser querido para que todo quede despoblado’.

Todo proceso migratorio genera complejas repercusiones psíquicas producto de la lejanía del grupo referente familiar. Entre ellas, podemos mencionar la de los momentos de enfermedad, en los que el no contar con la red familiar provoca sentimientos de ansiedad y de miedo al futuro; la del desasosiego de los padres a quienes el dejar a sus hijos al cargo de familiares en su país de origen no sólo les produce un hondo sentimiento de culpa sino que les somete a la pérdida de los momentos claves en la vida de éstos: su crecimiento, las relaciones con sus amigos, sus fiestas de cumpleaños, su primer día de colegio.

Aunque quizás el sentimiento que más afecte a todo inmigrante sea el de la nostalgia, esa íntima sensación de universo perdido: cómo se añora un abrazo, las caricias de los hijos, el esposo por la mañana, el olor de los algarrobos en el patio o el beso de por la noche. Ni que decir tiene lo que se experimenta cuando esa nostalgia se ve potenciada por la pérdida de un ser querido, de un familiar al que no pudieron darle el último adiós, de esa figura que se les aparece en su mente abrazándoles y despidiéndoles, y detrás de la cual no podía ni de lejos intuirse ese destino que transformaría ese hasta pronto en un adiós definitivo. Bajo estas circunstancias, es normal que el proceso de adaptación al país de acogida se convierta en desencadenante de un gran estrés.

Pero llega el domingo y con él la mágica tarjeta telefónica que logra el milagro de la cercanía y del persistente ilusionamiento. Tras un sinfín de números previos se escucha, por fin, al otro lado de la línea esa voz conocida que tanto se extraña y que también contaba los segundos para descolgar el teléfono. Como por arte de magia, esa voz transforma la soledad en calor, en un vasto manto de protección. En esa llamada se pregunta, igual que si se tratara de una lista del colegio, por todos los que quedaron allí. Ya no hay distancia desde la perspectiva de sus corazones, es como si nadie hubiera partido, como si de pronto el tiempo hubiera dado un vuelco y estuvieran conversando en un día festivo cualquiera en el salón de su hogar. Ríen, cuentan chistes, los hijos relatan cómo les fue en sus exámenes, los abuelos narran con amor las travesuras de sus nietos y los padres ancianos dan cuenta de sus achaques. Una voz, sin embargo, irrumpe sentenciando que la tarjeta está a punto de agotarse y, aunque al principio se resisten, terminan por admitir que es imposible esquivar lo inevitable, la despedida. Cuelgan con impotencia, pero todo lo dicho permanece en una especie de arca de la memoria de donde se irá sacando poco a poco hasta que se produzca la llamada del domingo siguiente. Eestas familias han aprendido una lección magistral para sus vidas: que a pesar de la distancia, las personas y los sentimientos son irremplazables.

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