MUNDO

La espléndida crisis

Quinta potencia mundial, Francia vive los embates de la globalización con una pérdida de identidad que ha llevado a los presidenciables a enarbolar el himno y la bandera

El Correo, ALFONSO ARMADA, 22-04-2007

Renè Potola, vagabundo, nació hace 58 años en la isla africana de Reunión, uno de los departamentos ultramarinos que siguen bajo pabellón francés que también votan a su nuevo presidente. Junto al viejo puerto de Marsella, reconvertido en dársena para yates, Potola no se arrepiente de haber dejado África hace casi cuatro décadas. Se vino a Francia en busca «de una vida» e hizo «un poco de todo». Divorciado, no tiene hijos: «Mis hijos son las palomas». Aunque sus amigos del lumpen marsellés y el vino peleón, en su mayoría magrebíes, dicen que «simpatiza con Le Pen», como muchos proletarios que han pasado de la fe comunista al miedo al otro. Potola dice que nunca vota, pero que esta vez lo hará «por los socialistas de Marsella». La Marsellesa y la bandera tricolor se convirtieron en ejes de la carrera para suceder a Jacques Chirac en el trono republicano del Elíseo desde que el candidato de la derecha, Nicolas Sarkozy, propusiera un Ministerio de la Inmigración y la Identidad Nacional, y la socialista Ségolène Royal ha reaccionado cerrando sus mítines con el himno nacional y proclamando su devoción tricolor. El único que ha desdeñado enarbolar los símbolos ha sido el centrista François Bayrou, una fiebre que tachó de «nacionalismo de baja estofa».

El porvenir

En la Corniche (cornisa) marsellesa, el mar bate contra los acantilados. No muy lejos del melancólico arco levantado en honor a los héroes del Ejército de Oriente y de las tierras lejanas, Heloíse Coutaz espera el autobús. Estudiante de secretariado en el Lycèe Perrinod, a sus 22 años le preocupan las elecciones porque le preocupa «el porvenir». Su padre trabaja en France Telecom (ahora Orange: otro signo de los tiempos que desdibuja la identidad). A Coutaz le parece bien que bandera e himno no se olviden, «porque la identidad es importante», pero mal porque «se pueden resucitar fantasmas». Le espanta Le Pen: «Si ganara sería la guerra civil». Le atraen las «propuestas inteligentes» de Bayrou.

El historiador Max Gallo evocó con el escritor Alain Finkielkraut a instancias de ‘Le Figaro’ la figura clásica de Renan: la nación como «alma, principio espiritual». Ante la sugerencia de Finkielkraut de que la identidad francesa «es una consigna exigente, no es el nombre de un ministerio», Gallo apuntó que «la novedad es que cada inmigrante quiere que la historia de Francia empiece con él. Esto no ocurría antes. Pertenezco a una familia de inmigrantes italianos. Es evidente que nosotros reconstruimos nuestro sitio dentro de esta herencia francesa. Actualmente, la diferencia estriba en que la historia ya no unifica». Finkielkraut estima que si la responsabilidad de los asuntos comunes es competencia exclusiva del Gobierno, y «si la sociedad no tiene en cuenta nada más que sus derechos y exigencias, es el fin de la República», y remacha: «Una ‘sociedad de acreedores’ no es una ciudadanía». Pero se plantea otra cuestión: ¿Sigue considerando Francia que es una civilización? ¿Sabe que la literatura ha desempeñado un papel central en la constitución de su identidad? No. Lo ha olvidado».

El taxista calca el estereotipo: indignado con el mundo. A sus 57 años, Andrè Bouchet cree que el horizonte francés es «la guerra civil». Dividida su alma «entre Le Pen y Sarkozy», eleva la mirada geopolítica sobre los tejados de su Marsella natal para culpar a «la tolerancia y la cobardía de los europeos, sobre todo de los italianos, los franceses y los españoles», y vaticina: «Pagaremos muy caro el haber abierto las puertas a quien no cree en la democracia, en el trabajo honrado y no respeta las leyes de la República», dice refiriéndose a los magrebíes que no se transmutan en «verdaderos franceses». A juzgar por las más brillantes alumnas de la clase de español en el Perrinod, privado y católico, Finkielkraut da en el clavo. Stendhal les hace bostezar, el nombre de Camus les deja frías. Patricia Berenger, la profesora de español, da la réplica al taxista, con quien comparte años y patria chica. «De todos los vecinos de Marsella, sólo el 5% tiene antepasados nacidos antes de 1900. Aquí nos hemos mezclado magrebíes, españoles, italianos, griegos, armenios, judíos. De ahí que al hablar de la identidad habría que tener en cuenta que la identidad marsellesa es la pura mezcla». Orgullosa «nieta de republicanos españoles y antifascistas italianos, un verdadero fruto de Marsella», no le agrada que la aspirante socialista haya esgrimido bandera y patriotismo, gesto que tacha de «puro cálculo». Berenger confiesa que votará por Bayrou, porque es como ella: «Centrista y europeísta».

Rasgo francés que no mengua es la huelga como forma de lucha de las clases mutantes, incluida la obrera. A fines de marzo, 51 buques decoraban la rada marsellesa. Parecía la flota estadounidense ante Iwo Jima. ‘La larga lucha de los irreductibles del puerto autónomo de Marsella’, tituló ‘Le Monde’ el triunfo de los estibadores sobre Gaz de France. Camino de Saint Antonine, en las afueras, el autobús atraviesa barrios en los que el porcentaje de velos, hiyabs, niqabs y chilabas es ostensible, al igual que anuncios de sugerente lencería entre cafetines y colmados. Si no la mejor campaña electoral, desde luego la más llamativa es la de Triumph. Una rubia salta a la vista en la mestiza Marsella, la burguesa Lyon, la medieval Limoges. La leyenda de seducción oscila entre «Por fin una candidata bien apoyada» y «Conmigo no hay abstención».

De Saint Antonine al mar, todo es rampa. Hasta L ‘Estaque. Apenas queda rastro de lo que sedujo a Paul Cézanne. Nuevos muelles y grúas han relevado a los viejas aparejos y artes pesqueros. Pasa lo mismo con los tugurios de Marsella. Marineros y prostitutas apenas encajan con los modelos consagrados por la leyenda. Adaptación o muerte. Ahora es el turismo lo que nutre los monederos. «La nostalgia es inútil», sentencia la cineasta india Mira Nair. Al anochecer, en la vieja Marsella, atribulada de obras, las ratas salen en busca de pitanza y Said Sado barre su tienda de ropa antes de echar el cierre. Como muchos compatriotas argelinos, cruzó el mar en pos de «una vida mejor». Casado y sin hijos, dice que a pesar de llevar 19 años en Francia no tiene modo de votar: «No soy ciudadano». Si pudiera lo haría por Ségolène Royal, «porque se preocupa por lo social». Pero no critica a nadie. «Soy comerciante. No le pregunto a mis clientes por sus ideas».

Un largo suspiro

El TGV (tren de gran velocidad) sigue batiendo records. Es uno de los orgullos de la Francia que, en medio de su espléndida crisis, sigue siendo la quinta potencia mundial. El tren que liga Marsella con Lyon en un largo suspiro de menos de dos horas, pero, como las autopistas, un tubo que aisla, que apenas permite saborear el paisaje, que sigue siendo uno de los ingredientes esenciales del alma francesa (y no sólo por la Política Agraria Común, que conjuga la agroindustria con los frutos gloriosos de la tierra). Avignon pasa sin que desde las ventanillas asome nada de su esencia, entre los árboles, a orillas de un Ródano que no dejará leer el destino francés, su melancolía. El viaje encapsulado, aislado, pierde sentido. Como por arte de birlibirloque, el tren más veloz parece desembocar en la línea más moderna del metro de Lyon, sin conductor, con panorámicos ventanales diáfanos a proa y a popa. Un tren subterráneo, guiado de forma invisible, sin conductor. Es como una nave espacial. Al adentrarse por los túneles que horadan el viejo burgo de Lyon, es como si el metro se hubiera transformado en una nave espacial en medio de la Vía Láctea, y cada estación fuera una suerte de etapa interplanetaria. Hasta que irrumpe una mujer con pañuelo blanco en la cabeza y un bebé en brazos pidiendo limosna. Viene de la antigua Yugoslavia, de una villa junto a Sarajevo. De repente, la nave espacial toca tierra. Mientras en París se desata un escándalo a cuenta de un africano que se salta un torniquete del metro sin pagar y en la Gare du Nord (estación del Norte) se arma una gresca entre policías y manifestantes, y la cuestión de la seguridad vigoriza como un rayo la campaña electoral, alguien denuncia al mendigo que vocifera desde la fachada de la hermosa catedral primada de Lyon, la de Saint Jean, sede de dos concilios, y la Policía se lo lleva esposado sin que nadie se inmute.

No lejos de la mole románica trabaja Sarhan Mtimet. Hijo de tunecinos, ha pasado sus 23 años a caballo entre Francia y Túnez, disfruta de la vida como camarero en el restaurante Julien, aunque su ambición es titularse en comercio en la misma ciudad donde su padre estudió la abogacía que ejerce en Cartago. La política le interesa, «pero los programa son aburridos». Se siente «más cerca de Royal que de Sarkozy». Frente a la Maison Battu – Julien, en el número 34 de la rue Saint – Jean se encuentra la caótica librería ABECEDAIRE (’antigua casa Herodote’), con su despeinado propietario J. Pollet – Villard, de 58 años, al frente. Le parece «sencillamente estúpido» hablar de identidad y que la candidata socialista se envuelva en la bandera. Nacido en la Alta Saboya, se confiesa «historiador autodidacta, ateo militante». No le inquietan los inmigrantes, sino «los integristas», para los que propone «la misma medicina que se utilizó contra los católicos intransigentes: guillotina». Votará por Bayrou, «porque el resto de los candidatos son autoritarios». Anarquista, para probarlo extrae de un revoltijo una cartulina con su emblema: ‘Aquí el justo desorden!’.

Tres hijas de la clase media, Julie Fraisseix (25 años, padre pintor de brocha gorda, madre astróloga), Leticia Raneldi (21, padre fontanero, madre secretaria de su padre) y Lydie Boiteux (26, padre jubilado, ex agente inmobiliario, madre ama de casa) se toman un tentempié entre clases del CIEFA, instituto de formación profesional del barrio lyonés de Valli donde cursan 5.000 jóvenes y ellas estudian administración empresarial. Las tres comparten sólidas ideas políticas, deploran la «utilización» de la bandera y el himno, critican a los jóvenes que queman coches y «no se comprometen» y están de acuerdo con vetar el velo en el trabajo y la escuela. Coinciden con Alain Morvan, que dimitió como rector de la Academia de Lyon por la creación de una escuela primaria musulmana bajo la venia del entonces ministro del Interior, Sarkozy.

Vonnisieux es un barrio fabril. La insistencia de la lluvia acentúa la melancolía de las chimeneas. Pero en el restaurante Les Routiers se respira buen humor. «Alienta aquí el alma de Francia, en el menú a 11 euros: huevos cocidos con mayonesa y cuatro lonchas de charcutería con patatas gratinadas». Un ex obrero de 38 años opta por un bocadillo. Después de años en una cadena de alimentación se ha hecho autopatrón. «Como a todos los franceses», le apasiona la política. Sobre el voto, secreto, «la decisión está tomada». Para él la cuestión de la bandera es una «maniobra, lo importante son las relaciones entre padres e hijos (tiene dos, de 4 y 12 años), el trabajo y las relaciones entre patronos y obreros». En la calle, graniza. Salto al primer autobús: hiyabs islámicos en algunas mujeres y muchachas, chándales grises y negros con capucha en jóvenes suburbiales. Enfrente se sienta un niño, que descarga su pesada mochila en el asiento contiguo. Lleva el pelo al cepillo y viste sudadera gris con la inscripción ‘URBAN BOYS’. No tiene 13 años. Formas de la cultura global y sus afluentes que todo lo inundan, con la producción y el consumo como dos caballos que tiran sin cesar, un crecimiento sin límites, un desarrollo constante, que lleva a ninguna parte y que, precisamente en Francia, ha suscitado un movimiento a favor del ‘decrecimiento’.

Mesas temáticas

Contra la uniformización resultan casi conmovedoras en su mezcla de calculada ingenuidad y negocio los restaurantes que tratan de salvar el espíritu en el mantel. La falsa autenticidad necesaria para la buena digestión y la marcha de las cosas (incluida la preciosa identidad), además del turismo, que busca esas certezas, esas características nacionales. La idiosincrasia. Por eso se paga. Restaurantes como barcos (el ‘Bleu de toi’), o como granjas (el ‘Agrícola’), en el corazón de Lyon, pero sin las zozobras ni la incomodidad del mar ni los olores, las humedades o la necesidad de dar de comer al ganado y madrugar. Falsos decorados cuidados hasta el mínimo detalle. Misterios y miserias de la antropología cultural. Cuasi secretos jardines temáticos de la identidad. La verdadera Francia que se come, la que come bien y se mira comer.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)