Inmigrantes de apariencia norteafricana se lamentan en los medios de comunicación de la aprensión que produce su sola presencia a los demás ciudadanos españoles. En los transportes públicos, por ejemplo. El recelo, por injustificado que resulte, es bien comprensible: las noticias están llenas de suicidas de Al Qaeda que se inmolan entre las muchedumbres para causar la mayor mortandad. En Irak, pero también en Casablanca. Aquí al lado.

Es manifiesto que la proliferación de estas sospechas puede acabar generando una peligrosa e indeseable conflictividad. Pero, para evitar que tal cosa ocurra, los musulmanes, las gentes de raza árabe en general, deben adoptar actitudes beligerantes contra la violencia terrorista. Aquí y allí.

En otras palabras, y aunque la realidad es que sólo una minoría de los islamistas son terroristas y fanáticos, se echa en falta una condena masiva, explícita y expresiva de las sociedades islámicas a las expansiones fundamentalistas que golpean al mundo occidental o a los regímenes islámicos no suficientemente adictos a la razón histérica de Al Qaeda. Si esta movilización no se da, terminarán pagando justos por pecadores. Es muy humano que así sea.