El juicio de Babel (I)

El Periodico, MARCO SCHWARTZ, 08-04-2007

Un confidente policial que presenta espectáculos eróticos con una serpiente, un expolicía de origen sirio experto en liberar teléfonos, un joven minero asturiano que gasta 250 euros al mes en cocaína, un humilde anciano marroquí que reniega de su hijo, mujeres que ajustan cuentas a sus examantes…
Más allá de su objetivo de esclarecer la mayor masacre en la historia de España, el juicio del 11 – M que se reanuda mañana en Madrid, está ofreciendo unas lecciones magistrales sobre la condición humana. Despojados de su envoltorio judicial, los testimonios hablan de la complejidad de los lazos familiares, de la volatilidad de los amores, de la turbia relación entre polis y chivatos. Y ofrecen una radiografía incomparable de grandes asuntos sociales: la inmigración, la droga, la delincuencia o los métodos de captación de fanáticos.

INMIGRACIÓN: Un indio que envió al empleado ecuatoriano donde un técnico sirio

Abdelkader El Farsaui llegó a España como muchos marroquís: en patera. Después se convirtió en imán de la mezquita de Villaverde, en Madrid. La policía lo captó como confidente y lo rebautizó como El Cartagena. El Farsaui es uno de los numerosos inmigrantes que aparecen, como personajes centrales o secundarios, en la tragedia del 11 – M. De los 29 procesados, 20 nacieron fuera de España: en Marruecos, Argelia, Siria, Egipto…
Sus biografías difícilmente permitirían dibujar el retrato robot de un terrorista. Jamal Zugam (Tánger, 1973), a quien la fiscalía reclama 38.654 años de prisión, llegó a España cuando era un púber de 12 años, con su madre y tres hermanos. Comenzó trabajando de ayudante en la frutería de un compatriota y, con el paso del tiempo, montó un locutorio en el multiétnico barrio de Lavapiés. Captado por el yihadismo, de su establecimiento salieron las tarjetas de los teléfonos móviles usados en las bombas del 11 – M.
Compatriota y coetáneo de Zugam, Fuad el Morabit, que se enfrenta a una condena de 12 años, es un joven culto que habla cinco idiomas. Trabajaba como obrero de la construcción en Ugeda (Toledo) hasta su detención. En las antípodas, Jamal Ahmidan, El Chino, uno de los suicidas de Leganés, se dedicaba al trapicheo con drogas.
Todos ellos inmigrantes en un país que, en menos de una década, se ha convertido en uno de los mayores focos de atracción para los extranjeros en busca de mejor fortuna. Como los hermanos Suresh y Rakesh Kumar, procedentes de India, en cuyo local Bazar Top se vendieron los teléfonos móviles usados como activadores de las bombas del 11 – M. Conocieron los calabozos hasta que se acreditó su falta de relación con los terroristas. Uno de sus empleados, Washington Cuenca, ecuatoriano, llevó varios de los teléfonos a la empresa Ayman Test para que los liberaran. El dueño del establecimiento, que también pasó por el juicio del 11 – M, es un peculiar expolicía español de origen sirio, que recibió instrucción militar en su país para “ser soldado y algo más”.
Inmigrantes eran también 50 de los 191 muertos en los atentados. La inmensa mayoría eran trabajadores honrados, residentes en el extrarradio, que iban como cada día a buscar el sustento en Madrid. Algunos supervivientes, entre ellos dos mujeres rumanas, han sido piezas clave para identificar a Zugam entre los presuntos autores de la matanza. Inmigración de carne y hueso, más allá de los fríos datos estadísticos.

LA DROGA: “Vivía con mis padres y me gastaba 250 euros al mes en coca”

“Ganaba unos 1.600 euros al mes, con 12 pagas y dos de beneficios. Tenía un BMW, un Susuki y una moto, que compré a plazos. Todavía estoy pagando el BMW. Vivía con mis padres, pero me pagaba la ropa y mis cosas. Me gastaba en coca entre 200 y 250 euros al mes”. Raúl González, El Rulo, asturiano de 27 años, trabajaba de en la mina Conchita, de la que salieron los explosivos del 11 – M. Se enfrenta a una pena de ocho años de prisión por tráfico de explosivos, como integrante de la denominada trama asturiana. Una trama que, al mismo tiempo, es la historia viva de una juventud atrapada por las drogas y por el sueño del dinero fácil.
Sergio Álvarez, carnicero en un supermercado en Avilés, llevó en autobús a Madrid una bolsa con explosivos por encargo de Emilio Suárez Trashorras. Entregó el paquete a un tal Mowgli, que resultó ser Jamal Ahmidan, uno de los presuntos autores materiales del 11 – M y suicida de Leganés. Pensaba que la bolsa contenía CDs piratas. Asturiano, nacido en 1981, Álvarez reconoció consumir hachís. Por su misión recibió “unas tabletas de polen hachís”.
También se declaró consumidor habitual de hachís el joven minero Antonio Iván Reis, Jimmy, nacido en Oviedo en 1982. Llegó a acumular una deuda de 6.000 euros con su proveedor, Antonio Toro, también acusado por el 11 – M. Tras llevar a Madrid otra bolsa con explosivos por encargo de Trashorras, le condonaron la deuda y, encima, le dieron 300 euros. Cuando se le preguntó si sabía que la bolsa contenía dinamita, dijo con aire de inocencia: “Yo pensaba que llevaba hachís”.
La droga, amenaza muy presente en la sociedad española, fluye como un caudaloso río subterráneo en el la trama 11 – M. La fiscalía considera que el tráfico de estupefacientes constituyó uno de los pilares financieros de los atentados. En el registro de la casa de Hamid Ahmidan (Tetuán, 1977), primo de El Chino, la policía halló 125.800 pastillas de éxtasis y abundantes tabletas de hachís valoradas en unos 1,5 millones de euros. El cabecilla de esta red era El Chino, que, según un testigo, peregrinaba por media España en ejercicio de su actividad ilícita.
Ni los menores se salvan. Gabriel Montoya, Gitanillo, fue otro de los correos que usó Trashorras para enviar explosivos a sus contactos islamistas en Madrid. Tenía Montoya entonces 16 años y veía en Trashorras un benefactor. “Me daba droga, me llevaba a bares de chicas y a veces me invitaba a jugar a la play”, dijo. Gitanillo es hasta ahora el único condenado por el 11 – M: cumple seis años de prisión en un centro de menores.

DEMONIOS FAMILIARES: “‘El Chino’ no pudo aguantar la mirada de su hermano mayor”

Los terroristas no son extraterrestres. Son seres humanos que han nacido y crecido en hogares de los más diversos tipos. El juicio del 11 – M ha arrojado algunos destellos sobre el entorno familiar de los procesados y sobre el impacto que estos, con su acto criminal, causaron en sus padres, hermanos o mujeres.
Uno de los testimonios más estremecedores lo contó el inspector de la Unidad Central de Información Exterior (UCIE), especializado en el Magreb, que el 26 de marzo del 2004 interrogó a Yusef Ahmidan, el hermano menor de El Chino. “Me dijo que el 20 de marzo había estado en un bar regentado por Mustafa, el mayor de los Ahmidan. Me contó que hablaron seriamente con El Chino y que este fue incapaz de aguantar la mirada de su hermano mayor. Mustafa lo reprendió por haber asesinado a 200 personas en una ciudad que los había acogido y a la que habían venido a trabajar. El Chino respondió que 200 personas morían a diario en Palestina y en Irak sin que a nadie le importe”.
Los lazos de sangre pesan. La justicia lo sabe; por ello permite que una persona no testifique contra un ser querido. Los testimonios de algunos familiares de acusados han evidenciado el dolor y la vergüenza que puede provocar la locura criminal de un hijo o un hermano. Cuando Abdesalam Buchar se sentó ante el tribunal, rehusó mirar hacia la jaula de cristal de los acusados, donde su hijo Abdelmajid, uno de los presuntos autores de la matanza, permanecía con la cabeza gacha. El humilde, pero muy digno, Abdesalam, no pudo declarar por ausencia de un traductor de bereber, pero su hijo Mohamed, que compareció a continuación, dijo que su hermano era un “vago” y mantenía “malas relaciones” con la familia.
En esa misma sesión, el viejo Ahmed Alfalah contó cómo su hijo Mohamed – – otro presunto autor de los atentados, que al parecer se inmoló en Irak tras huir de España – – , lo llamó desde el país árabe para pedirle “perdón”. Una semana después, Ahmed recibió una llamada en la que le comunicaban la muerte de su hijo en una acción suicida.

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