entre líneas

Romper el hielo

Las Provincias, ARACELI JIMÉNEZ/, 24-03-2007

No hace falta que lo digan los estudios. Basta con salir a la calle, coger el metro o ir al supermercado para comprobar que la inmigración está cambiando nuestro entorno y nuestro día a día. Aun así, las encuestas y análisis siempre resultan interesantes porque a menudo dejan al desnudo verdades inconfesables. Esta es la impresión que me dio el otro día cuando leía los datos de dos estudios recientes sobre este tema.


Uno apuntaba que en España hay algo más de cuatro millones de extranjeros, a los que se suman 700.000 que han recibido la nacionalidad. Estas cifras evidencian un récord: somos el segundo destino predilecto para la inmigración. Por delante de nosotros sólo está Estados Unidos.


El otro estudio, realizado por el Observatorio del Racismo y la Xenofobia, dejaba a un lado la contabilidad y las matemáticas puras y duras para profundizar en la mente y en el corazón de quienes estamos viviendo el cambio. Entre los datos más relevantes, las paradojas, que nos llevan a decir sí a algunas cosas y a pensar no en muchas otras.


Por ejemplo, en las conclusiones se destacaba que el 70% de los encuestados veía positiva la presencia de personas de diferente origen. El 43% consideraba que nos enriquecen y el 73% creía que contribuyen al desarrollo económico de nuestro país.


Frente a los datos positivos, los negativos. Al margen de que un alto porcentaje considerara excesivo el número de inmigrantes, lo más relevante era la doble moral que se destilaba de algunas afirmaciones. Así, aunque la gran mayoría consideraba positiva su presencia, la valoraban más si esa presencia se encontraba lejos de su entorno inmediato. Es decir, que no nos importa ver inmigrantes trabajando en la obra o en el campo, pero la cosa cambia cuando los encontramos en nuestro barrio, en nuestra comunidad de vecinos, en clase de nuestros hijos o en el parque jugando.


Creo que la causa de todo está en el desconocimiento. La reacción ante un inmigrante no debería ser diferente a la que nos causa un vecino nuevo al llegar al barrio o la que provoca un desconocido que se sienta en el metro a nuestro lado. Esa desconfianza inicial hacia el extraño se despeja apenas conoces su nombre, intercambias un par de palabras y lo saludas al encontrarlo en el ascensor o en tren a diario. Quizás es cuestión de tiempo, como afirman los responsables del estudio, y todo cambie cuando las dos partes consigamos romper el hielo como hacen los desconocidos y empecemos a comunicarnos.

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