Cuando la vida aprieta

La Voz de Galicia, Jorge Casanova , 19-03-2007

Belén tiene un marido incapacitado para trabajar, una hija de 17 años y un perro en un piso que, cada primero de mes, se come 30 euros para una comunidad que ni siquiera tiene ascensor. Belén percibe una pensión de 400 euros («a medio mes ya no tenemos un duro») como único sustento para mantener un entramado al que se acaban de añadir, de una tacada, dos miembros más: el novio de su hija y el bebé que han engendrado los dos y que apenas lleva un par de meses en el vientre de su ilusionada madre. ¿Una catástrofe? Para Belén no lo es. Es una alegría. Vienen dos bocas más para alimentar, pero también más brazos para trabajar. El chaval aún está en paro, pero el horizonte de Belén parece brillar un poco más.


«Lo que es decisivo para determinar si un hogar está o no en situación de pobreza es la cantidad de personas que aportan ingresos a ese hogar». Lo dice Carlos Gradín, profesor de Economía en la Universidade de Vigo y uno de los responsables de un estudio que radiografía las amplias bolsas de pobreza que existen en Galicia, que no han olido los últimos años de bonanza económica.


Menos que cero


Tras una inmersión en el mundo de los que menos tienen se atropellan las historias de angustia, de dolor y de soledad. ¿Cómo sobrevive una familia con 400 euros al mes? Aún más: ¿cómo sobrevive una persona sin ningún ingreso y con muchos gastos?


Carmen tiene 61 años y se pasó casi cuarenta trabajando duro en la casa de una familia barcelonesa. Todos sus ahorros fueron a parar a un piso nuevo en Santiago. Cuando la familia (y el trabajo) se acabó, Carmen regresó a su piso. Sin pensión, sin paro, sin el trabajo que busca y no encuentra, Carmen acumula humedad en sus ojos mientras relaciona las facturas que llueven cada mes: 150 euros de cotización para asegurarse una pensión dentro de cuatro años, la luz, el gas, el agua… «Todo é sacar e non teño nada que meter», dice antes de que se le escape un llanto breve que se transforma en sonrisa: «Hai que vivir». Su piso, producto de su trabajo, es casi lo único que tiene, pero se ha convertido en un tirano que exige alimento cada mes aunque ella ni siquiera encienda la calefacción, porque un vecino le dijo que había pagado cien euros en el último recibo.


La tristeza de Carmen contrasta con la fuerza de María, que ya cumplió 69. «¿A que no los represento?», comenta. Otra vida de emigración, en Uruguay, y otro regreso a las dificultades. En tres años ha conseguido una pensión de 310 euros y alquilar un piso en A Coruña por el que paga 175: «Yo hago filigranas, pero me arreglo. Un día hago la compra para todo el mes y tengo controlados todos los gastos, hasta los seis euros de mi gato. Y como me gusta pintar, cuando llega la paga doble, me compro algún tubito».


«La pobreza reside en tu capacidad de lucha», filosofa Ángel, uruguayo de 47 años y ahora en paro. «La dignidad pasa por trabajar», continúa. Tiene papeles y aunque ha pasado por cincuenta mil en los tres años que lleva en Galicia, lo tiene claro: «Lo que como no me alimenta si no lo gano con mis manos».


Iver, boliviano de 19, lo escucha inquieto. Le acecha la hora de cierre del comedor gratuito en el que no cenará si no llega a tiempo. Pero le acechan más los 15 días que le quedan de legalidad a su visado. Si no encuentra trabajo, no le dan papeles, y sin papeles, nadie lo contrata. Son la avanzadilla de los nuevos rostros de la pobreza. «Su peso relativo en Galicia aún es pequeño – confirma el profesor Gradín – , un 2,5% de la población frente al 10% de algunas comunidades, pero en los próximos años cambiarán el perfil de la pobreza».

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