Jorge Rojas Hernández
Inmigración (y III)
El Día, 28-02-2007ENTRE LA SERIEDAD de los mayores aquellos que ya saben cuál va a ser su destino antes de que se cumplan los cuarenta días que la legislación española establece para decidirlo destaca la sonrisa contagiosa de los menores. A muchos las ONG los han acogido con el mayor cariño, acuden a colegios donde empiezan a familiarizarse con su nuevo idioma y viven en casas de acogida con comodidades que nunca pensaron disfrutar. Recuerdan a sus padres, a sus hermanos y parientes, muy lejos de ellos, a quienes no saben si algún día volverán a ver, y comparan el alimento que ellos reciben en la actualidad sano, abundante, variado… con el que aquellos les proporcionaron durante su lactancia y pubertad siempre el mismo, escaso, con poco valor vitamínico…. ¿Y qué decir de la ropa que ahora visten? Limpia, con colores llamativos, de su talla, sin remiendos… lo mismo que el calzado. En su tierra, acostumbrados a utilizar un simple pedazo de cuero para protegerse la planta de los pies, veían con envidia los tenis que utilizaban los extranjeros que por allí aparecían, y se preguntaban si alguna vez estarían al alcance de sus posibilidades. Sorprendentemente, ahora los calzaban gracias a la generosidad de quienes los habían acogido, pero eso a muchos, por raro que parezca, no les producía excesiva tranquilidad. Sin saber por qué, lo que estaban viviendo les parecía un sueño del que, sin duda alguna, pronto despertarían. Tenían la sospecha de que en el futuro, cuando alcanzasen la edad prevista para abandonar la tutela del Gobierno, se darían de frente con una realidad que sería muy distinta de la que ahora gozaban. Aunque conociesen el idioma, aunque hubiesen aprendido un oficio, aunque se hubiesen adaptado a las costumbres y hábitos de los isleños, intuían que en el fondo siempre serían rechazados por el color de su piel, que su función sería siempre servil, que nunca serían considerados “iguales”.
Sólo conseguían tranquilizar su estado de ánimo cuando sus profesores les decían que en España, si no en las islas, siempre tendrían trabajo; que la situación económica que se vivía hacía necesaria mucha mano de obra; que por los aeropuertos entraban, como turistas, más inmigrantes que en pateras o cayucos… Bien era cierto que estos últimos eran oriundos de países sudamericanos que llamaban a España “la madre patria” y hablaban el mismo idioma de hecho, un compañero había oído en una radio portátil que un ministro había dicho en uno de aquellos países que España necesitaba 200.000 inmigrantes más…, pero, si era así, ¿por qué repatriaban a los que ya se encontraban en las islas? En algunos periódicos habían visto fotos de quienes se veían obligados a retornar a sus hogares (¿?), y a ellos mismos, acostumbrados a las calamidades, se les rompía el alma al ver sus rostros tallados por la angustia, al ser conscientes del porvenir que les esperaba tras haberlo contemplado con optimismo durante unas semanas.
Si las cosas iban a ser así, si se admitía a unos que llegaban a España tan ilegalmente como ellos y rechazaba a otros, no cabía duda de que este rechazo se debía al color de su piel. Y de esto no eran ellos culpables. En su tierra africana algunos misioneros cristianos les habían dicho que todos los hombres eran iguales, pero eso podía ser cierto allí pero no aquí. Un sexto sentido les indicaba que tendrían que pasar muchos años para que su integración fuese verdadera, para que llegasen a ser “canarios” de verdad, con distintos orígenes, pero con los mismos intereses. Se daban cuenta de que la labor que les esperaba sería bastante ardua, llena de dificultades, porque tendrían que luchar contra los naturales de las islas y demostrarles que no venían a quitarles sus puestos de trabajo, que su posición no iba a ser restar sino sumar. Lo único que necesitaban era ayuda, una ayuda que los preparase para un futuro que su tierra no podía ofrecerles. Si, como se decía, los europeos se habían aprovechado tanto de sus colonias, ¿por qué nos los apoyaban ahora a salir del bache que se veían obligados a soportar? No querían limosnas sin contraprestaciones: sólo una oportunidad.
Por lo que les habían dicho, España no era un país tan rico como para poder acoger a todos los inmigrantes que llegaran ilegalmente a sus costas o a sus aeropuertos, pero sí esa entidad un poco esotérica que se llamaba Unión Europea. Ellos sí que deberían involucrarse en el asunto, subvencionar de forma decidida y con los fondos necesarios la infraestructura de aquellos países dejados de la mano de Dios, pues sólo así se evitaría la inmigración. Pero estas ayudas o subvenciones deberían canalizarse a través de entidades que no fuesen oficiales, pues la desconfianza que tenía el pueblo en sus dirigentes era total y absoluta. Resultaba imprescindible crear escuelas que hiciesen desaparecer el analfabetismo; poner en marcha talleres de todo tipo que enseñasen cómo poder ganarse la vida, cómo obtener agua de las entrañas de la tierra y llevarla a las sedientas sabanas que limitaban su entorno; construir las infraestructuras indispensables que hiciesen posible los transportes de todo tipo…; en definitiva, crear empleos para que nadie tuviese que abandonar su país. Y no hacía falta que esos empleos les permitieran ganar grandes sueldos: sólo aspiraban a lo necesario para no pasar hambre, tener un alojamiento digno y disponer de una sanidad que apartase de ellos la sombra del sida, la malaria o de tantas otras enfermedades infecciosas que, debido al medio, proliferaban.
Hacía poco tiempo algunos compañeros comentaban lo que estaba ocurriendo en un país que nadie sabía dónde estaba, Bangladesh. Allí había alguien que se dedicaba a prestar cantidades pequeñas de dinero, casi sin intereses, con la idea de que se pudiesen poner en marcha iniciativas que ningún banco, sin avales suficientes, apoyaría. ¿Por qué no se podía hacer lo mismo en África? ¿Por qué permitir que la situación continuara deteriorándose cada vez más? De no actuar de esa forma algunos utilizaban la expresión “facilitar la caña, no el pescado” la inmigración sería un problema permanente para los países costeros: siempre habría un sistema para llegar a ellos. No había más que ver lo ocurrido con un barco llegado a las costas de Mauritania hacía unas semanas. Un remolcador lo había llevado hasta las aguas territoriales de dicho país, pero los gastos de aquella operación, incluido el traslado de los inmigrantes a sus países de origen Pakistán, Sri Lanka, Cachemira…, nombres que nunca habían oído pronunciar y que Dios sabría dónde estarían, correrían a cargo del erario español. Esa historia se repetiría una y otra vez pues los barcos negreros abundaban, y resultaba casi imposible si se tenía dinero para pagar el pasaje no rendirse al canto de sirena de sus capitanes. Lo único que les exigían era no llevar documentación pues entre España y algunos países existían convenios de repatriación, por cuyo motivo, si se sabía la nacionalidad del inmigrante, este no tardaría en volver a su país de origen.
Mientras tanto, seguirían en las islas, a la espera de que su destino se acordase en las altas esferas gubernamentales, pero no debían albergar muchas esperanzas. El ser humano no era a veces generoso: al contrario, a menudo era tremendamente egoísta y prefería dar la espalda a ciertos problemas. El calor, el afecto, el cariño sí, el cariño con que se les había acogido en las playas de las islas, ¿tendría correspondencia en los gobernantes? Ojalá que su problema, el de todos los inmigrantes, fuese tratado con la magnanimidad y caridad que requería.
(Puede haber caducado)