Igualdad política e inmigración
Deia, 21-02-2007Hithem Abdulaleem
Más allá del asombro y la desilusión de muchas personas de buena fe que vieron cómo se tambaleaba el camino hacia la ansiada paz, más allá de la consternación y la tristeza provocadas por la trágica muerte de los dos jóvenes ecuatorianos, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, la fatal implicación de estos dos extranjeros ha puesto de relieve uno de los debates más candentes y que, tarde o temprano, va a dar mucho que hablar: la participación de los inmigrantes en la vida política de la sociedad receptora.
Desde el primer momento de la llegada de una persona inmigrante al país receptor, su estancia y sus derechos y obligaciones obedecen a normas que son elaboradas por los principales actores políticos de la sociedad. Una óptima cohabitación entre la persona que llega y la que acoge, pasa por reconocer que el proceso de adaptación es, ante todo, bidireccional (acogida-integración) y tiene una dimensión no solamente cultural, sino también política.
A pesar del desinterés y desencanto que suelen mostrar numerosos ciudadanos autóctonos por la política, vivimos en una sociedad que da la impresión de ser “hiperpolitizada”. De hecho, resulta difícil desenvolverse en ella sin ser influenciado por las exposiciones y los discursos de los políticos. Así, resulta comprensible que una persona inmigrante llegue a interesarse por los asuntos políticos y reivindique este derecho para defender sus demandas como un miembro activo de su entorno, y para romper con la visión esquemática y reduccionista que se da sobre los inmigrantes, retratándolos como una pura fuerza de trabajo confinada dentro de un mercado de labores determinados y no deseados por la población autóctona. Sin embargo, esta reclamación tiene, al parecer, más detractores que entusiastas y tropieza, asimismo, con obstáculos institucionales que aún no se han podido resolver. Es cierto que hablar o participar en actividades políticas es una cuestión delicada, pero cuando lo hace una persona extranjera, esto se convierte en algo hasta más delicado y cargado de susceptibilidades que pueden dar lugar a erróneas e incluso manipuladas interpretaciones, pero no es menos cierto que privarle de ese derecho por el mero hecho de ser extranjero constituye una incongruencia con los principios de una sociedad democrática y humana en la que todas las personas aspiran a tener la misma categoría ante las leyes.
Los extranjeros han manifestado diversas opiniones al respecto: Aunque todos tienen un denominador común basado en el respeto merecido hacia el país que les acoge, algunos sostienen que su participación política es una vía legítima para la obtención de sus plenos derechos, mientras que otros optan por adoptar una actitud indiferente o condescendiente hacia los cánones ya establecidos en la sociedad receptora. Varios motivos hacen que una persona extranjera sea reacia y prudente a la hora de tocar temas políticos: presienten, sobre todo aquellos extranjeros que pertenecen a países carentes de un sistema democrático, que su acción, por más que se esfuercen, no va a cambiar el rumbo de los acontecimientos; por otro lado, hay quien es reticente por temor a que su irrupción en la esfera de lo político pueda concitar reacciones incómodas e inconvenientes para él y para el colectivo al que pertenece. Tales actitudes no siempre responden al interés y a las necesidades reales de los extranjeros, y se toman para amoldarse a unas condiciones de desigualdad social y política que, sin lugar a dudas, no contribuyen sino a la gestación de una división entre las personas, y será una potencial fuente de la que emanan los conflictos culturales, poniendo en peligro el entendimiento y la paz social.
Cuanto más conflicto político padezca la sociedad receptora, más reservas manifestaría ante las propuestas que abogan a favor del derecho a la participación política de los extranjeros. Para justificar la restricción del derecho al voto, se suele argumentar que tal derecho supone una ruptura de la identidad nacional cuestionando la voluntad y la capacidad del extranjero de comprender las aspiraciones nacionales del Estado. Pero es una incoherencia pedir a una persona que forme parte de esta sociedad, que pertenezca a sus valores y que sea responsable ante sus deberes mientras que, simultáneamente, no se le permite participar en ella y en la toma de decisiones que conciernen a su futuro propio.
Naturalmente, no se puede construir una sociedad intercultural, humana y solidaria, situada a la altura de lo que merece la dignidad de todos y de cada uno de los seres humanos, sin desembarazarse de los discursos axiomáticos que sólo giran en torno a sí mismo y se desentienden con las nuevas realidades y transformaciones sociales. Para ello, se requiere voluntad decidida, convicción profunda y un conjunto de instrumentos que pueden servir de apoyo para plasmar ese empeño por la igualdad y por la supresión de la discriminación de cualquier colectivo representado en la sociedad.
Hithem Abdulaleem, experto en Psicoterapia Transcultural
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