Una aldea pendiente del maná de Europa
Con los escasos medios de un emigrante en paro, Umaro Cande tiene que paliar las carencias de todo su pueblo
La Vanguardia, 01-02-2007RESUMEN DE LO PUBLICADO: Acabados los formalismos del funeral por el alma de Laovo Cande – cuyo cadáver quedó para siempre en Canarias- y la narración de su trágico viaje, Umaro se enfrenta ahora a las demandas de sus familiares. La muerte de Laovo no hace más que aumentar la carga que tienen que llevar los que lograron alcanzar el sueño europeo. Con el dinero de su trabajo como soldador ha sustituido las seis chozas de adobe y paja, ha mantenido a casi toda la familia durante estos años y ahora tiene que hacer frente a una interminable lista de necesidades. Se adueña de él la triste sensación de que en España no gusta a la gente y que, en su aldea, la familia lo quiere porque lleva dinero.
Umaro Cande es un santo. Todo el mundo se cree con derecho a pedirle dinero o ayuda para irse a Europa. Lo sablean sin piedad. Acuden a él sus hermanos, sus padres, sus primos, sus sobrinos y hasta sus vecinos. Llega la cuñada con fruta en una bandeja y le dice algo en su idioma. Él saca unos billetes y se los da para que compre lo que le ofrece el vendedor en bicicleta que reparte de aldea en aldea fruta, pescado, pan, tabaco, aparatos de radio… Después se acerca un joven y repite la operación. Es un sobrino que quiere hacerle una carga al teléfono móvil. Todos tienen necesidades inaplazables que Umaro atiende con paciencia infinita. Cuando se ve forzado a decir que no – rara vez- se enfada consigo mismo en lugar de hacerlo con quienes abusan de su generosidad.
Umaro no es un caso raro. Es lo que suele ocurrirles a los emigrantes cuando de tarde en tarde regresan a sus pueblos y son recibidos como reyes magos. Aunque no sean más que trabajadores en paro, como Umaro en este momento. La empresa para la que trabajaba le rescindió el contrato el 22 de diciembre y lo citó para después de Reyes. Así evita pagarle las vacaciones de Navidad. Había trabajado allí, de manera discontinua, 14 meses, y esperaba tener derecho al desempleo durante un buen puñado de meses, pero la sorpresa fue que no habían cotizado por él a la Seguridad Social más que cuatro meses, de septiembre a diciembre, por lo que cobrará un mes de paro. Él quería aprovechar para estar unos meses en el pueblo, al que llevaba tres años sin ir, casarse con su prima Yebu y regresar a Bilbao en verano. Pero lo más probable es que aguante unas semanas porque, cuando se le agoten los magros ahorros, verá – o le harán ver- que no tiene nada que hacer allí.
Las demandas que reciben los emigrantes de sus familiares, que en aldeas tan pequeñas son casi todos los habitantes, son enormes. En Europa, además de ser vistos con recelo, hacen vida de ermitaños porque tienen que ahorrar hasta el último céntimo. En seis años no ha entrado nunca en la vivienda de un español. Luego, en sus pueblos les piden que sean el maná en persona. Él no lo dice, pero la vida de Umaro en Bilbao es dura y cuando regresa al pueblo le hacen sentir sobre los hombros un peso que le abruma aún más. Emigrar es morir siempre. Unos fallecen como Laovo y otros, como Umaro, sienten a la vuelta que son otra persona, que sus mentes funcionan de distinta manera que las de sus hermanos y amigos, que ni les comprenden ni les ayudan allí, ni les entienden aquí. Acaban en tierra de nadie. Y eso que Umaro Cande no vuelve, como otros muchos, de albañil vestido con traje, corbata y hasta zapatos de charol para aparentar que ha triunfado a lo grande en Europa.
Las mejoras que Umaro ha aportado a su aldea son muchas, pero nunca parecen suficientes. Tantas son las necesidades. Lo más llamativo es ese televisor que descargó el primer día. Pero lo más importante es haber contribuido a la alimentación de cada día y la construcción de dos casas que sustituyen a las seis chozas de adobe y paja que tenían. Ya no hay que reconstruir las chozas dos o tres veces cada año. Una de las casas nuevas es para la familia de su hermano Abdelrraman, el único que vive en la aldea, y la otra para su madre, casa familiar a la que acuden todos cuando regresan desde sus lugares de emigración. Nueve mil euros ha ido mandando, mes a mes, para la compra de los materiales de construcción y el pago del maestro albañil. Los últimos 200 euros que mandó eran para el enfoscado exterior y la pintura, pero al llegar descubrió que las paredes están en bruto y que el dinero ha sido empleado en comprar comida. El enfado le duró un minuto. Qué va a hacer el hombre.
Esta semana Umaro se casa con Yebu y quiere dar una fiesta a la que invitará a toda la aldea. Ya estuvo casado con Mariam Drame y tiene dos hijos, Abdulai, de seis años, y Samba, de tres, que viven en Senegal. Después, con el tiempo, quién sabe si logrará un trabajo estable y una vivienda en Bilbao que no tenga que compartir con tres o cuatro inmigrantes, y poder iniciar los trámites que le permitan reunirse en España con Yebu y con los dos hijos que están con Mariam. Mientras eso llega, inshallah (ojalá), sus metas inmediatas son hacer otra casa en el pueblo, ésta para él y Yebu. Después, comprar un coche de segunda mano en Europa para mandárselo en barco a su hermano Aliu, que no tiene trabajo, para que pueda ganarse la vida como taxista. También quiere hacerse cargo de Ibrahim, el hijo de Aliu, para pagarle los estudios en un internado de Senegal. Además, dotará de una motobomba el pozo para que las mujeres no tengan que deslomarse todo el día sacando agua. Y le echará el suelo de cemento a las dos casas, además de volver a pagar el enlucido exterior y la pintura. Y pondrá un depósito con una manguera y un grifo para la ducha. Impondrá normas de higiene, dotará de botiquín a la aldea, pedirá que algún médico o pediatra europeo acuda de visita a Candemba-Uri… Abdelrraman necesita un tractor para labrar la tierra y un coche de segunda mano o una moto para ir a Bafatá, la capital de la provincia, distante nueve kilómetros.
A Umaro – como a casi todos los emigrantes de los países pobres- le pasa lo del cesto de cerezas, pero al revés: cada vez que afronta una necesidad aparecen muchas más. Como de un cesto lleno de cerezas, van tirando de los jóvenes que quieren emigrar. El primero de la aldea en irse a Europa, hace seis años, fue Umaro, escondido en la bodega de un mercante ruso que partió de Nuadibú e hizo escala en Las Palmas. De allí partió a Barcelona, donde trabajó de jardinero en un campo de golf. Más tarde hizo un curso de soldador y encontró trabajo en una empresa de Bilbao. En el 2000, Umaro pagó con 2.000 dólares el viaje de su amigo Sana a bordo de un pesquero portugués. Después, entre los dos costearon el viaje de Mamadu, el mayor de los Cande, que está en Lisboa. Cuando pueda hacerlo le tocará a Mamadu tirar de Aliu, y así sucesivamente. Pero nunca logran agotar el canasto de las carencias.
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