Bandas latinas, material inflamable

Diario Vasco, 01-02-2007

Una semana después de la reyerta que situó a la localidad madrileña de Alcorcón en el mapa de la actualidad, tanto su alcalde como la delegada del Gobierno seguían insistiendo en la inexistencia de violencia y negando el menor atisbo de conflictividad racial. No obstante, durante siete largos días esta ciudad del cinturón industrial de Madrid ha estado cercada por un segundo cinturón policial que impedía cualquier concentración de jóvenes, aun aquellas que se presentaban a favor de la convivencia, por temor a que derivaran en una caza de inmigrantes latinos.

Resulta bien paradójico constar cómo, incluso ante la evidencia, los políticos continuaban negando lo evidente. Desde esos chicos que se cubrían la cara con sus bufandas antes de lanzar consignas contra los inmigrantes, hasta los slogans ultra – «Nos invaden, nos roban y nos matan. Enseñémosles el camino de vuelta a su tierra o al infierno». Todo esto en Alcorcón y en la periferia de casi todas las grandes ciudades, es ya tan inocultable como las seis puñaladas por la espalda que recibió un muchacho que nada tenía que ver con la refriega, o como la existencia misma de bandas latinas organizadas que han comenzado a catalizar un buen puñado de miedos sociales, otros tantos demonios populares, y la urgente necesidad de una respuesta.

Banjo nombres tan sonoros como los Latin Kings, los Ñetas o la Mara Salvatrucha, en España las bandas latinas aparecen en la escena pública a finales de 2003, a raíz de la muerte de un joven colombiano en un instituto de Barcelona. Un año después, otra reyerta entre Latin Kings y Ñetas dejó un segundo cadáver en Móstoles. Sin embargo, ninguno de estos incidentes tuvo apenas repercusión mediática hasta que, a mediados de 2005, un dominicano asesinó a un joven español en Villaverde. Inmediatamente, lo que hasta entonces se contemplaba como un enfrentamiento entre «bandas de panchitos» se convirtió en una guerra étnica larvada por un grave problema de marginación donde se nos hacía ver que el metro de París y Saint – Denis pasaba por Lavapiés, y que bien pronto no habría fronteras entre Barakaldo y el Bronx.

Es cierto que en Madrid hay ya más de 1.300 pandilleros latinos identificados. Pero no es menos cierto que al otro lado de esa cifra hay decenas de miles de jóvenes de origen latino llegados a Europa desde finales de los ’90, la mayoría de ellos en condiciones de precariedad, y pese a todo, decididamente empeñados en labrarse un porvenir aceptando sin vacilar todos esos trabajos que los españoles se niegan a desempeñar. Entre esos dos millones largos de centro y sudamericanos censados en nuestro país, es previsible que se establezcan nuevas formas de sociabilidad, y más aún que éstas propendan a reconstruir identidades globales que no han de derivar necesariamente en bandas de delincuentes.

En el fenómeno de las bandas latinas se cruzan subculturas tan dispares como la latina de las maras, la transnacional de las tribus urbanas, y hasta la virtual de las comunidades digitales. Puesto que su crecimiento se verifica en red, es una mera cuestión estadística que, tras hacerlo en Madrid y Barcelona, se establezcan también en San Sebastián. Incluso con una peculiaridad aún no prevista pero muy previsible: así como allá lo primero fue la reivindicación de la identidad latina, y sólo mucho después despuntó una cierta dirección política, aquí no sería nada sorprendente que su perfil político acabara tomando la cabeza.

Las mismas bandas, según en qué ciudades, han reproducido modelos diferentes. Bajo los mismos piercings con coronas de cinco puntas, hay Latin Kings que han optado por no integrarse, mientras que otros han aceptado procesos de visibilización social. Hace un par de años Kings y Ñetas aceptaron legalizarse como asociaciones juveniles en Barcelona. Hoy se habla del modelo Barcelona, no sólo para exportarlo a Madrid o al País Vasco, sino para abordar el reto de las segundas generaciones. Pero, entre tanto, prosigue su andadura el proyecto de reforma de la Ley de Responsabilidad Penal del Menor, donde se contempla una nueva figura delictiva – «delitos graves actuando en banda» – , que puede castigarse con penas de entre tres y seis años de internamiento.

De entrada uno se pregunta con tinta de qué color se califica de nuevo un fenómeno – las bandas juveniles – que existe en España, y en el País Vasco, desde hace décadas. Cabe preguntarse asimismo si a los jóvenes wasp españoles que cometan actos ilícitos en grupo también se les aplicará el mismo agravante de actuar en banda. Por último y si lo dejan prosperar tal como ha sido redactado, hasta es de temer que el bienintencionado proyecto acabe generando, cuando se convierta en ley, efectos bien contrarios a los deseados.

Como ya ha sucedido en Estados Unidos, en Gran Bretaña y Francia, la criminalización de las pandillas no sólo no acaba con ellas, sino que las convierte en un mal endémico al tiempo que fortalece a las verdaderas bandas de delincuentes lideradas por adultos – y, en muchos casos, sostenidas por oscuras conexiones con el poder – .

Cuando en Euskadi desaparezca el Problema número Uno, sin duda el número dos será establecer un debate que ayude a madurar a nuestra sociedad, no sólo en los desafíos europeos, sino en sus nuevas raíces pluriétnicas y multiculturales. Tendremos que favorecer un nuevo acomodo de la diversidad y políticas de integración que vayan más allá de las palabras, recabando para ellas un importante gasto social. Y éste va a ser nuestro eslabón más débil, pues sabemos que pese al crecimiento de nuestro PIB, el gasto social en la CAV ha descendido sensiblemente. Mal augurio de futuro para un horizonte donde la visualización del inmigrante se ha convertido ya en un test definitivo, tanto de la salud democrática de un país como de la calidad de su convivencia.

Ni en Madrid ni en Barcelona hay datos que permitan afirmar que la situación latente sea tan alarmante como la que se vivió el pasado verano en las periferias de París. La gran mayoría de los jóvenes que se alinean en estas bandas latinas, por más aparatosa que sea su parafernalia, no son delincuentes. En Barcelona han aceptado legalizarse, en Madrid han comenzado a dialogar a favor de su integración. Ahora bien, el contrapunto de esta visión arcangélica de la convivencia entre culturas pasa por reconocer la existencia de incidentes como los que se vivieron ayer en Alcorcón, admitiendo la posibilidad de que mañana o pasado mañana se puedan reproducir en Ordizia, en Zumarraga o en Intxaurrondo.

¿Estamos trabajando para evitarlos antes de que sucedan, o esperamos a que se produzca un episodio desafortunado, con su recurrente reflujo de pánico mediático?

Se ha dicho muchas veces que los problemas derivados de la inmigración acabarían sacando a Europa de su burbuja de autocomplacencia y obligándola a despertar. Ha llegado el momento de abrir los ojos.

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