«¿Es que aquí se come tres veces al día?»

«Somos diez adolescentes subsaharianos y llegamos en cayuco a Canarias. Ahora nos tutelan en una casa de acogida de Murcia» «Al principio no entendíamos por qué aquí comen 3 veces al día. En Senegal, una y gracias»

La Verdad, 28-01-2007

Okume, junto a un pequeño grupo de chozas con tejados de uralita roída, seca pescado, apurando los rayos de sol que adelanta la noche sobre el mar. En una fogata crepitan unos cuantos kobos, una especie de diminuto pez costero, de escaso sabor. Por la mañana, intentó sin éxito venderlos en un mercado remoto; pero regresó con su triste carga, con los pies doloridos por la caminata, rodeada por una nube de moscas hambrientas, que decidieron instalarse junto al fuego.

Okume no espanta a las moscas; sólo observa cómo atraviesan el humo, hipnotizadas. Quisiera que fueran palomas mensajeras para enviarlas a Europa, a encontrar a su hijo Cheikh, quien emigró en un cayuco hace casi medio año; no tiene noticias suyas. Se siente culpable de haberlo animado, de haber entregado los ahorros de los kobos a la mafia. Quizá todo haya sido en vano.

Okume desconoce que, a miles de kilómetros de distancia, Cheikh vive en la casa de acogida que una fundación mantiene en Murcia. En su nuevo hogar no hay lugar para las moscas; pero su ausencia, aunque no sabe muy bien la razón, le refresca cada día el recuerdo de su madre.

NUEVE HISTORIAS PARA CONTAR

La ‘Keur’ de acogida

La Consejería de Trabajo y Política Social se hizo cargo el 6 de enero de Cheikh y de otros 9 menores de Senegal, Mali y Gambia, de entre 14 y 17 años, procedentes de Canarias. Para ellos, aunque en su mayoría son musulmanes, fue un inesperado regalo de Reyes. Los menores residen en la casa de acogida Suñu Keur, que depende de la Fundación Insert. Suñu Keur significa Nuestra casa. En Senegal, por sus dimensiones, serviría de cobijo a varias familias.

Los adolescentes alcanzaron las islas en diferentes cayucos, después de travesías de entre 7 y 10 días. Cheikh sentía más miedo de la mafia que de la travesía. El mar sólo puede acabar con uno; las mafias, si no se les paga lo acordado, no se conforman con tan poco. Cheikh pertenece a una familia de pescadores, acostumbrados a balancearse sobre las olas. Pese a todo, el último día de su viaje creyó que moriría. «Fue una tormenta enorme, nunca antes vi nada parecido», recuerda aún asustado. Otros lo pasaron peor. A uno de sus compañeros le amputaron varios dedos de una mano, que se le congelaron. Ahora los médicos intentan salvarle el resto.

ENTRE LIMONEROS

Un director con experiencia

La casa de acogida Suñu Keur, de paredes encaladas, está rodeada de bancales de limoneros, donde todavía anidan tordos y algún jilguero despistado. El inmueble, que antes ocupaba una familia al uso, mantiene la distribución de los espacios. Sólo el vestíbulo ha sido transformado en un improvisado locutorio; con cierta intimidad, los jóvenes telefonean. Sin embargo, los monitores aseguran que ninguno ha contactado con sus familias. «Se limitan a llamar a conocidos que también viven en España», revela Melchor Asumu, el director de la casa.

Melchor también fue en su día inmigrante, en aquel lejano 1989 cuando muchos murcianos apenas habían visto a un negro más allá de la pantalla de sus televisores. «Entonces emigrábamos por razones de estudio – recuerda Melchor – ; a excepción de los senegaleses, que eran comerciantes».

Durante estos días, los jóvenes acogidos aprenden castellano y reciben formación en hábitos alimenticios y de higiene. Es el primer paso hacia la integración. Y todos los aprovechan. Para ello asisten a clases y talleres desde las nueve de la mañana a la una de la tarde. Luego, repiten entre las cuatro y media y las seis. A lo largo del día se asean cuatro veces y, de paso, como le sucedió a Cheikh, aprenden que en el lavabo sólo deben limpiarse el rostro y no los pies.

Cuenta Melchor que estos detalles de la vida cotidiana «son indispensables para la integración. No olvidemos que ellos pensaban que, en cuanto llegaran a España, tendrían el trabajo asegurado». Casi ninguno conocía la necesidad de disfrutar de un permiso de residencia y otro de trabajo para quedarse en el país. Esas cosas no las explica la mafia. Al menos, los de menor edad pronto recibirán un curso de formación ocupacional adaptado. El futuro del resto está en el aire. De momento, cada día reciben una clase denominada Habilidades Sociales. «Y organizamos salidas para aprender, sobre el terreno, cómo se llama a un taxi o cuál es la forma de viajar en autobús», continúa Melchor.

HAY QUE HABLAR CASTELLANO

Y comer muchas naranjas

La clase de castellano es, con diferencia, la que mayor interés despierta en los jóvenes. Casi tanto como comer naranjas. Con un acento entrecortado y profundo, unos preguntan a otros: «Hola, ¿qué tal?». Y responden: «Hola, ¿de dónde eres?». «Soy de Gambia», contestan mientras resbala en sus labios la pronunciación de las palabras. «¿Y cuántos años tienes», resuena otra voz. «Tengo 17 años», concluye la plática. Una y otra vez, el monitor les corrige la entonación. Nadie protesta. Más tarde, antes de poner la mesa, se asean. Un catering les provee de alimentos, sin otra precaución que no incluir cerdo en la dieta. «De momento tienen orden de no hacerlo, por respeto a su religión – aclara Melchor – . Más adelante, ya decidirá cada uno si quiere comerlo o no». En cambio, devoran las naranjas porque en su tierra resultan escasas.

Aunque casi llevan un mes en la casa de acogida, todavía les cuesta acostumbrase a la única abundancia real que han encontrado: la comida. Incluso, en más de una ocasión, rechazan sentarse a la mesa. «En nuestros países sólo comíamos un plato diario, y gracias», advierte Cheikh. A menudo, kobos, como los que seca su madre al sol.

En lo que no se admite discusión es en la costumbre de ver los informativos de mediodía por televisión. Se trata de una forma de que el castellano no les suene a chino. Los jóvenes apenas balbucean francés o inglés, según el lugar de procedencia. Por ello es indispensable un traductor que les hable en mandinga o, sobre todo, wolof, la lengua del 80% de los senegaleses.

Sólo uno de los jóvenes tiene ciertas lecturas en su haber. Para el resto, las letras se amontonan como hormigas traviesas sobre el papel. Y los responsables de la fundación que los tutela están empeñados en que aprendan porque, como advierte Melchor, «es indispensable para progresar. Estoy convencido de que, con el tiempo, hablarán mejor español que francés».

ARROZ COCIDO

Un futuro futbolista

En los ocho días que duró el trayecto en el cayuco destartalado, Cheikh apenas logró extraer alguna energía del arroz cocido, su único sustento en la travesía. Por suerte, el sueño de perseguir una existencia mejor, al menos tan burguesa como la que le prometían en Senegal, lo mantuvo en tensión, dispuesto a alcanzar la costa canaria aunque fuera a nado.

Cheikh es un buen deportista. Tanto, que en el centro de Canarias protestaron cuando descubrieron que iba a ser trasladado a Murcia. Una improvisada liguilla de fútbol peligraba. «En Senegal jugaba mucho – reconoce el joven – Y sólo deseo convertirme en futbolista. Aquí puedo tener salidas».

EL APOYO DE LAS FAMILIAS

En busca de una oportunidad

El equipo de formadores de la casa de acogida, después de compartir muchas horas con los jóvenes, se ha convencido de que todavía ninguno se ha puesto en contacto son sus familias. Tenían la oportunidad; pero, acaso por el miedo a ser repatriados, prefieren hablar por teléfono con otros inmigrantes que residen en España.

«Está claro que han tenido el apoyo de sus familias para hacer este largo y peligroso viaje – revela Melchor – . Realmente, les hace ilusión tener en Europa a sus hijos, brindarles así la posibilidad de que prosperen, de que envíen algún dinero que permita a todos salir adelante».

A medida que el programa de integración avance, la fundación pondrá en sus manos los recursos necesarios para la independencia. Además, la ley obliga a que estén reinsertados en España a partir de la mayoría de edad. Será entonces cuando le encuentren utilidad a la formación que ahora están recibiendo.

Mientras tanto, Cheikh continúa aprendiendo castellano y acaba de descubrir cómo telefonear a un taxi. Le han contado que en Murcia hay varios clubes de fútbol y un estadio donde podrían vivir todos sus familiares, poblado, costa y kobos incluidos. Cualquier día, su madre recibirá unas letras del joven y aquella remota choza de techos de uralita roída se llenará de esperanza.

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