Una ciudad tomada... y en paz
La presencia de la Policía evitó disturbios pero no calmó los ánimos de los jóvenes armados que ayer se paseaban por los alrededores de las canchas a la espera de latinos
La Razón, 23-01-2007Diana Valdecantos
Madrid – «Qué pasa tío, ¿cómo vas?». Los jóvenes de Alcorcón se saludaban
por la tarde como cualquier otro día. Sentados en el banco que rodea las
canchas de la discordia, ayer todos pesaban un poco más. No por la
impotencia y la rabia con la que cargan después de la noche del sábado,
sino porque casi todos iban armados.
Cualquier herramienta puede ser
útil si se ven acorralados. Destornilladores, navajas, martillos… Es su
respuesta al ataque. Saben que en cualquier momento la sangre puede volver
a correr y esta vez no quieren que les pille desprevenidos. Las tres
lecheras de Policía que ven desde lejos no les tranquiliza. «Cuando las
cosas se calmen, estos volverán por aquí y arramplarán con quienes
estemos», cuenta Juan (nombre ficticio).
«Éstos» son algunos
latinos del barrio. Un grupo con el que hasta el sábado compartían el
espacio en el parque y en las pistas de baloncesto. Cuentan que desde hace
tres años esa pandilla se comporta de manera mafiosa. «Son críos de 15 ó
16 que están de la olla. ¿Quién sale con una katana de su casa para matar
a alguien?», se preguntan. Dicen que ellos son tipos pacíficos y que el
barrio siempre ha sido tranquilo. Ahora ya no. «¿Qué vamos a hacer?,
¿quedarnos en casa con miedo?».
Asusta la tranquilidad con
la que afrontan el próximo cara a cara. «Vendrán con gente de fuera, como
el sábado, y traerán cuchillos y pistolas. Alguno de nosotros pagará el
pato». Todos se sienten amenazados y a la vez orgullosos de plantar cara a
la pandilla que rompía la armonía de las canchas. Explican que estos
chicos nunca se han integrado. «Yo tenía un amigo sudamericano, un tío
normal, hasta que se juntó con ellos».
Una chica se acerca
al banco. «¿Cómo está Julio?», pregunta. «Bueno, dicen que a lo mejor le
suben a planta», le contestan. Son amigos de los heridos tras el ataque
del sábado. «Es increíble», repiten.
De vez en
cuando algún grupo que está charlando en la misma plaza comienza a gritar.
En un momento dado, unos cuarenta chavales toman un mismo rumbo. Muchos
llevan la cara tapada con pasamontañas. «Cabrones», gritan al aire. Juan y
sus amigos ni se mueven. Los cuarenta se dirigen al otro lado de las
canchas. La Policía les sigue. «Han visto a cinco en la Puerta del Sur»,
dicen. «¡Bah!, ni caso. Llevan así todo el día», contesta uno de los
habituales de la plaza.
Efectivamente. El grupo avanza por una calle
con pinta de no tener un camino fijado. Dan un par de gritos, pasan entre
los coches, pero vuelven a las canchas. La tensión inunda la plaza. Los
vecinos que se atreven a cruzarla miran a la Policía, a los chavales, a
los periodistas.
A estos últimos los jóvenes se la tienen jurada.
«Fuera de aquí manipuladores, sólo contáis mentiras, no me hagas fotos».
No perdonan que hayan contado que era un problema de racismo. «Habéis dado
una imagen de nosotros que no es real, somos buena gente, pero estamos
hartos».
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