Cómo crecer en «La Jungla»

Más de 700 personas viven en el poblado de El Cañaveral, entre Mejorada

La Razón, 21-01-2007

madrid – Dicen que en España no hay cultura de alquiler. La mayoría
prefiere hipotecarse y conseguir una vivienda en propiedad que «tirar el
dinero» mes a mes. No ocurre así en el resto de Europa, para ellos, esas
mensualidades no caen en saco roto. Son distintas formas de entender un
mismo concepto. La sociedad asume esa idea, la hace suya y a la larga, se
convierte casi en un dogma de fe.
   Sería impensable que un noruego le
intentase explicar a un madrileño que no tiene por qué dejarse el sueldo
en una hipoteca, de hecho no lo tendría fácil para convencerle. Tras
pasear y charlar con varios habitantes del poblado Gitano de Cañaveral,
más conocido como La Jungla, uno cae en la cuenta de que sus creencias y
su forma de vida son, por así decirlo, «noruegas» con respecto a las
estándares.
   En La Jungla, aprender a leer no tiene sentido a
menos que con ello se pueda obtener el carné de conducir (un vehículo es
imprescindible para trabajar de chatarrero o en la venta ambulante de
fruta); las chicas de 24 años que no se han casado son «viejas mozas», y
todos creen tener derecho a que la Administración les ponga un piso,
aunque algunos no estén siquiera identificados como ciudadanos españoles.
El destino de cualquier niño que nace en estas chabolas está esbozado
desde antes de haber sido concebido. Su futuro se debatirá entre dedicarse
a la chatarra o a la fruta. En las cuatro calles que componen este oasis,
las ambulancias no entran sino las escolta la Policía, no hay servicios de
limpieza ni paradas de autobús. Este poblado ubicado en la carretera que
une Vicálvaro con Mejorada del Campo se construyó hace 18 años para 82
familias extremeñas. Hoy son 240. Alrededor de 700 personas apiñadas en
110 casas y al menos 249 chabolas.
   Cuando pones un pie en La Jungla
todos los tópicos que rodean a la etnia gitana toman forma. Los mal
llamados patriarcas, un término inventado por los payos para referirse a
los «Viejos de razón», son los más reacios a acercarse. Los niños, en
cambio, encuentran la diversión de la mañana en contar su vida a esos
desconocidos que hablan y se mueven de forma distinta.
   Casi todos te
abren la puerta de su casa y permiten a los forasteros ver con sus propios
ojos la miseria en la que pasan sus días. No pueden ser más amables. «Mira
ven, que te enseño, éstas son mis niñas, pasa, pasa», y así en cada
esquina de la calle Arriba.
   Escolarizados
   Cuando les preguntas a los pequeños si van al cole todos contestan que
sí, aunque no sepan explicar ni dónde está. Pero lo cierto es que todos
los niños del Cañaveral están escolarizados. Y no ha sido fácil. De eso se
han encargado Jose, Carmen y su equipo. Un grupo de trabajadores sociales
que llevan media vida acudiendo cada día al poblado para atender las
necesidades de esas familias. Ellos hablan de Soledad, Ángela o el Johnny
como si fueran parte su familia. A muchos de ellos les han visto nacer,
crecer y convertirse en padres. Defienden sus diferencias e intentan
explicar que su distinta forma de vida los convierte en individuos
especiales a los que hay que tratar con otra vara de medir si lo que se
quiere es comenzar con buen pie un proceso de integración.
   Por
ejemplo, explican que uno de sus cometidos más difíciles ha sido
escolarizar a los niños, a todos (aunque luego no vayan a clase). Han
tenido que invertir horas de conversaciones con los padres para que
entendiesen la importancia de la educación. Cuando logran el visto bueno,
la tarea no es menos ardua. A muchos niños primero les tienen que enseñar
a estar sentados en una silla sin moverse. Cuando ya no se levantan
constantemente, les dan un lapicero, un utensilio que no han tenido nunca
en sus manos Un paso a paso lento, pero constante. A veces, alguno se
queda en el camino y esa frustración no se la quita nadie, aunque, como
apunta José, «para trabajar aquí tienes que contar con la posibilidad del
fracaso».
   Cuando se van a casa cada noche, estos trabajadores
intentan desconectar. No es fácil. Sin embargo, a veces la gratificación
que reciben a cambio les alegra la jornada. Como en el caso de una chica
que acudía a la escuela y después de mucho esfuerzo ha conseguido un
trabajo fijo en Mercadona. Eso es impagable. «Además es una chica que ha
hecho mucho por el contacto entre payos y gitanos, que se esfuerza porque
unos y otros intenten comprender sus diferencias. Hay al menos otras tres
o cuatro aquí que podrían salir e insertarse bien, con un trabajo digno»,
apuntan. Curiosamente, esas «aspirantes» son muy a menudo mujeres. La
situación de inferioridad de la mujer no ha hecho más que servir de
acicate para ellas. «Son el motor de todo lo que progresa», reconocen los
trabajadores, que también apuntan a ciertas pequeñas mejoras tras años de
trabajo. «Se ha conseguido que no se casen tan jóvenes, por ejemplo». Aun
así, no es difícil encontrar a chicas de 16 años cargando ya con dos o
tres hijos.
   En el centro social, no sólo se instruye a niños
pequeños sino también a mujeres y a hombres adultos, algo importante en un
colectivo que, según fuentes de la asociación Presencia Gitana, tan sólo
tiene un 30 por ciento de alfabetización, una brecha generacional mucho
más grande de lo que aparenta y problemas endémicos entre los que se
encuentra el terrorífico azote del «caballo». Hacen un trabajo duro y
necesario y sienten que el tratamiento informativo de los sucesos
recientes echa por tierra mucho de ese esfuerzo. «Ha sido terrorífico»,
dicen, «totalmente sensacionalista. No puede ser que estemos aquí luchando
cada día para ayudar a estos niños y luego venga la gente y los trate como
a héroes. Terminan creyendo que lo que han hecho está bien. Es una
barbaridad»
   

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