"El Universal". MÉXICO: "Migración y familia"
Julián López Amozurrutia (Sacerdote y teólogo católico)
Prensa Latinoamericana, 19-01-2007El pasado domingo se llevó a cabo la Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado 2007, que retomó el tema de la familia migrante. Es indudable que un fenómeno tan complejo como el de la migración, considerado a nivel internacional pero también a menor escala, no puede mirarse únicamente desde el punto de vista del individuo. En realidad, con cada migrante entra en la dinámica de la movilidad humana su mundo cultural y sus relaciones; en particular, sus vínculos familiares.
No es por ello extraño que la misma Organización de Naciones Unidas (ONU) en la convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y sus familiares, que fue adoptada por la Asamblea General en 1990 y entró en vigencia en 2003, dirigiera su atención también a esta cuestión.
Es un hecho que entre los dramas que suelen acompañar a la peregrinación del migrante se encuentra el de la desintegración familiar. Como ya señalaba en 1980 el cardenal Casaroli, la situación ataca a la familia en un doble elemento vital: el de la estabilidad y el de la cohesión.
El cuadro que se presenta en nuestro país es variado. Pocas son las familias afortunadas que emigran con todos sus miembros. La mayoría cuenta con un “pionero” que se establece en otro lugar, ya sea una ciudad más grande o próspera dentro del propio país, ya sea en el extranjero, especialmente en Estados Unidos.
De ahí se sigue un mecanismo en el que se mantiene la distancia entre los miembros de la familia, bajo el vínculo mínimo de la aportación económica y la comunicación escasa.
Si les va bien, el “pionero” abre el espacio para que la familia logre reintegrarse. El choque cultural se mantiene, pero al menos es la familia entera quien lo enfrenta. Los casos más duros se dan cuando las aportaciones económicas de pronto desaparecen y el “pionero” deja de dar señales de vida. Algunos pueden pensar en una tragedia, sobre todo si se trató del paso ilegal por medios peligrosos.
Pero en muchos otros casos, se trata de que el migrante generó otros lazos de afecto en su nuevo mundo, los cuales en la inercia de la vida terminaron por dejar en el olvido a quienes se había dejado en la propia tierra. Tenemos, pues, desde el punto de vista familiar, dos escenarios básicos: el de mantener los lazos familiares en la distancia, lo cual no corresponde al sentido de la vida familiar, o el de la franca ruptura.
Fue también en 2003 cuando los obispos de México y de Estados Unidos en conjunto emitieron un valiente documento, en el que se denunciaban los tiempos inaceptables de espera para la reunificación legal de familiares de residentes permanentes nacidos en México, debido a la limitación en el número de visas. En los últimos meses, ha sido un caso paradigmático el de Elvira Arellano y su hijo Saúl.
Desde México, una vez más, es fácil mirar hacia el norte y denunciar el drama de las familias mexicanas de emigrantes, pero nos olvidamos de la condición de los inmigrantes centroamericanos, y más aún, de aquellos que dentro de nuestro país abandonan su terruño para dirigirse a lugares que esperan más prósperos. Nuestras grandes ciudades están llenas de personas que dejaron a sus familiares esperando asegurarles un mejor nivel de vida y que terminaron engullidos por la inercia de su nueva situación. La fractura familiar y la disgregación social de ella derivada es uno de los aspectos olvidados del fenómeno migratorio.
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