Los policías gritaron: “¡A ese padrecito hay que agarrarlo, para que se le quite lo pen…!”. La orden fue cumplida con eficacia. A punta de golpes, el párroco Alejandro Solalinde —protector de los inmigrantes— fue detenido.

En medio de su drama, los inmigrantes indocumentados se abrazaron a los pies del sacerdote, quien cada vez que viene el tren de Chiapas los espera en la vieja estación ferroviaria con comida caliente, como frijoles, arroz y huevo, y con garrafones de agua.

“¡No se lo lleven. Él no tiene culpa!”, gritaban impotentes, ante la fuerza numérica de los policías que sacaron sus pistolas y lanzaron gases lacrimógenos.

Como un delincuente, el párroco responsable de Movilidad Humana de la diócesis de Tehuantepec y que gestiona la construcción de un refugio para los inmigrantes de Centroamérica, fue subido a la patrulla.

“No cometí ni un delito. Sólo intervine para evitar que la policía municipal siguiera golpeando a los inmigrantes”, explica el sacerdote detrás de las rejas.

En una celda contigua, las guatemaltecas Kelly Alvarado y Maricela Pérez lloran de miedo y de dolor. Fueron las dos únicas mujeres detenidas. Lloran y lloran sin cesar. “¿Qué nos irán hacer?”, preguntan, mientras se duelen de los golpes recibidos.

“Pin… padrecito”, repiten los policías mientras se organizan frente a la comandancia. “¡Vamos por los otros!”, gritan.

Nadie del Instituto Nacional de Migración llegó por los indocumentados centroamericanos.

“Condenamos la arbitraria detención del párroco y el uso de la violencia contra los inmigrantes”, exclama airada Claudia Vera, coordinadora del Centro de Derechos Humanos Tepeyac.

“¿Por qué nos detienen? ¿Por qué nos golpean? Nomás buscaba a mi hermana que fue secuestrada. ¿Quién la tiene?”, se pregunta adolorido el guatemalteco Elmer Gabriel Escobar, antes de que sea trasladado a la garita migratoria de La Ventosa.

El sacerdote Alejandro Solalinde fue liberado anteayer