«¡Me dijiste que estarías conmigo!»

La madre de Carlos Palate despide sus restos en medio del dolor y el

La Razón, 06-01-2007

Quito – Todo el pueblo de San Luis de Picaihua, en el centro andino de
Ecuador, se congregó la madrugada de ayer para recibir el cadáver de
Carlos Alonso Palate, uno de los dos ecuatorianos fallecidos en el
atentado de ETA, el pasado sábado, en el aeropuerto de Barajas. En
silencio, el pueblo natal del fallecido recibió su cuerpo, que tras un
breve recorrido por la aldea descansó finalmente en la casa familiar a la
espera de ser enterrado. Más de doscientos campesinos, humildes como
Palate, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, fueron hasta el domicilio de
la víctima para intentar consolar a sus familiares.
   María
Basilia Sailema, madre de Carlos Alonso, lloraba y clamaba, con una voz
entrecortada y triste, a la memoria de su hijo, que le había prometido
volver de España para mejorar la condición de su familia. «¿Cuándo
vendrás?. Me dijiste que venías para estar conmigo, ¿cuándo vendrás?, mi
hijo, mi vida», insistía Basilia, una mujer ciega de 61 años. «Yo no te
crié para encontrarte así», se lamentaba, antes de repetir, como una
letanía, la terrible pregunta:«¿Cuándo vendrás?», y la frase laceraba el
ánimo de todos los vecinos del caserío, enclavado en los Andes, frente al
poderoso volcán activo Tungurahua. El hermano de la víctima, Efraín,
postrado por una enfermedad, sólo lamenta que no podrá volver a ver con
vida a Carlos Alonso.
   Nicolás Ramírez, amigo de Palate, comentó a
Efe que el difunto era muy querido en el lugar, «como todos» los jóvenes
del caserío, que se dedican a la agricultura con el único objetivo de
sobrevivir. Con el dedo índice, Ramírez apuntaba al estadio donde Palate,
en su tiempo, salía a jugar fútbol con su equipo, el Nacional: «No era un
astro, pero jugaba siempre», agregó el vecino. Su entrega le valió que su
ataúd fuera cubierto con la bandera del equipo de sus amores.
   La víctima estaba despierta
   Otro vecino, que
sólo se identificó como «El Tagaiche», también emigrante y cercano a
Palate, indicó que conoció que en el momento del atentado Carlos «no
estaba dormido, porque había hablado por el móvil con un familiar que se
encontraba ahí», en el aeropuerto de la capital española. «A los que
estaban en la parte superior, los policías les habían ordenado que se
retirasen porque ya sabían de la bomba, pero Carlos no pudo escapar»,
relataba el vecino, citando fuentes de la familia. «Nadie pudo hacer nada,
nadie sabía que iba a pasar eso, nadie conocía de terroristas ni de estos
problemas. Si hubiesen sabido, no hubieran ido al aeropuerto», añadió,
tras insistir en que en el momento del atentado Palate «estaba despierto».
   Un cuñado de la víctima 818 de ETA, cansado de la espera, de la madrugada,
del dolor y de la presencia de la prensa, sólo comentó que lo importante
es que el cuerpo haya sido repatriado a su tierra. «Ahora se lo velará
todo el día, y mañana será el entierro en el cementerio de Picaihua»,
explicó.
   Durante toda la jornada de ayer, los doscientos
vecinos de la aldea pasaron ante el féretro de Palate y asistieron al
funeral improvisado en la casa familiar, oficiado por el obispo católico
de la ciudad andina de Ambato, Germán Pavón, que pudo contener con
esfuerzo el llanto. «El mal ya está hecho… Ahora debemos apoyar a esta
humilde familia», pidió Pavón a los vecinos, tras destacar que, más que lo
material, la ayuda debe ser espiritual. «Conocemos que el Gobierno de
España ayudará a la familia, pero nosotros también debemos dar nuestra
solidaridad en estos momentos», agregó el prelado católico.
   Cánticos en quechua
   Las palabras de Pavón eran
oídas por una veintena de personas, que se encontraban junto al féretro y
que replicaban con sollozos y rezos, como melancólicas melodías, que
inundaban el ambiente de dolor. Y es que los Palate son una humilde
familia de agricultores, de raíces indígenas, que expresan la tradición de
despedir a los muertos cantando versos que les salen del corazón,
balbuceando cánticos en quechua, como lo hacían sus antepasados.
   Esos llantos los recogía la extensión de los cultivos de patatas y maíz que
cubren como una alfombra verde el entorno de la casa, un hogar demasiado
pequeño para acoger la vida diaria de los cuatro miembros de la familia,
aún más desolada desde que el cabeza de familia, el padre de Carlos
Alonso, muriera el año pasado cuando trabajaba en una obra.
   Mientras tanto, las campanas de la iglesia de San Luis de Picaihua no
dejaron de repicar durante toda la jornada, sólo levemente ensordecidas en
ocasiones por los bramidos del cercano volcán, que para la ocasión se
cubrió de una espesa humareda negra.
   Hoy terminará el dramático
periplo de Carlos Alonso, un hombre que buscó su destino en España y que
encontró la barbarie incomprensible e inexplicable en una tierra en que la
torticera expresión «conflicto vasco» suena demasiado ajena.
   

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