Perder la profesión

Médicas que ejercen como empleadas de hogar, peones abogados o ingenieros que vigilan obras. Son inmigrantes con carreras universitarias que difícilmente pueden ejercer

Diario Sur, 17-12-2006

ALEJANDRO Elías, orientador laboral del MPDL, no necesita buscar demasiado en su ordenador. De hecho, la primera cita del día responde al perfil por el que se le está preguntando: Ingeniera rusa. Trabajó 15 años en una fábrica militar, con grandes maquinarias. Aquí, desde hace dos años, cuida a un anciano por 400 euros al mes.

Hay en Málaga, y cada vez más, médicas que trabajan como empleadas del hogar, abogados en la construcción, ingenieros agrícolas vigilando obras, licenciadas en filología haciendo pizzas y maestras sirviendo cafés. «Una de las cosas que se pierden en el proceso migratorio es la identidad profesional. Si te lo planteas como algo que tiene un horizonte, se sobrelleva; lo malo es que no veas la posibilidad de cambio», asegura Elías. «Partimos de prejuicios y creemos que quien viene es siempre de clase baja, cuando en realidad las personas que abandonan sus países suelen pertenecer a la clase media – alta. Son los que tienen más recursos y herramientas para emigrar», concluye.

De prejuicios habla, con conocimiento de causa, Wisdom Adzivor Harris, que prefiere presentarse como Nat. Su currículum lleva camino de convertirse en El Quijote, pero sabe que pocos ven en él al ingeniero que es: «Muchas veces nos miran y no ven más allá que pateras, cayucos, hambre, pobreza y delincuencia. Nosotros no traemos sólo mano de obra, traemos también nuestra mente».

Desde que Nat consiguió su regularización en 2000, este ghanés de 34 años no ha parado de realizar cursos de informática, que no le han servido para trabajar en el sector. Montaje y reparación de ordenadores, administración de servidores, desarrollo y diseño de páginas webs, un curso de redes y comunicaciones en una empresa del PTA, curso de redes inalámbricas, desarrollo de tecnología para tratamientos oftalmológicos… «Sí, miles de cursos. Tengo un currículum muy gordo, pero nada de trabajo».

Nada. Ningún trabajo relacionado con la preparación conseguida, ni tampoco con la formación que se trajo de Ghana: «Estudié cinco años Ingeniería Civil, algo parecido a la ingeniería de caminos. Allí hice prácticas con una empresa danesa para la construcción de canales de agua y sistemas de saneamiento». En Málaga, Nat ha recogido limones; ha repartido publicidad y ha llegado a vigilar para que no robaran en las obras. Para poder hacer algo relacionado con su pasión optó por poner carteles con su teléfono por la ciudad, ofreciéndose para reparar ordenadores: «Pero la gente espera un técnico y cuando abren la puerta, se encuentra a un negrito», casi bromea.

Una vez consiguió que le contrataran en una empresa informática, pero la experiencia fue más que dolorosa. La dueña no puso problema alguno, pero el trabajo era en una sucursal: «Yo trabajaba en un sótano. El encargado bajó el primer día y dijo: ‘Aquí huele mal’. Lo repitió varias veces. Luego se dirigió a mí: ‘¿No serás tú?’. A la semana me despidieron».

Al menos, en estos momentos Nat demuestra lo que sabe en las clases extraescolares de informática que imparte en dos centros educativos a chicos de entre 12 y 17 años: «Con los niños no hay problema, porque son mucho más abiertos que los adultos». Claro que los 79 euros que saca al mes no sirven para cubrir ni el alquiler de la casa que comparte.

De la homologación de los estudios que realizó en Ghana ya se ha olvidado: «La solicité hace tres años y no me han contestado. De ese tema ya estoy decepcionado». La Liga Malagueña para la Educación y la Cultura ha sido en este caso la organización que le ha prestado ayuda.

Sorpresa y perplejidad

Cuando Patricia Banegas enseña en lo que se ha convertido su título aquí tras la homologación, no puede más que soltar una risa que enmarca sorpresa y perplejidad: «¿Técnico Superior de Educación Infantil! ¿Yo estudié para dar clases a chicos grandes y me convalidaron para guardería!».

En Argentina trabajó seis años como maestra y llegó a tener alumnos de 17 años. «Pero cuando ocurrió lo de ‘el corralito’ mi salario se convirtió en la tercera parte. Fue como si pasaras de cobrar 300 euros a 90, mientras que los servicios mantenían el mismo precio. Sólo el teléfono costaba ya esos 90 euros».

Hace cuatro años y medio que aterrizó en Málaga, tras una decisión que supone estuvo motivada por ser nieta de españoles: «Yo me crié con mi abuela cantando pasodobles y tocando castañuelas. Llegué a Madrid y vi un autobús que ponía Marbella. Me sonó bonito y a calor».

Su primer trabajo fue en una casa como interna, con un matrimonio con siete hijos. Allí aprendió, por ejemplo, que la ‘lavandina’ argentina es la lejía española, aunque con otros productos tuvo que guiarse por el olfato. Patricia, que en su país era una mujer que trabajaba fuera y que tenía contratada a una chica para que llevara su casa, se vio organizando la limpieza para otra. «No tuve problemas con la familia, pero trabajar de interna es muy duro. La jornada empezaba a las siete de la mañana y después era limpiar, limpiar, limpiar».

Al menos sí consiguió con este empleo regularizar su situación. Luego encontró trabajo en la cocina de un restaurante; fue camarera en un bar de Pizarra, en donde tuvo que adaptar el oído aún más a este acento que corta palabras, y ahora sigue en el sector de la hostelería. De trabajar como maestra se ha olvidado y el título homologado sólo le sirvió para estar 15 días en una guardería, justo el tiempo que tardó en enterarse de que cobraría 270 euros al mes. Málaga Acoge y Comisiones Obreras han sido sus mejores asesores.

Los motivos que empujaron a Elena Kochtcheeva a convertirse en una inmigrante en Málaga hacen del suyo un perfil poco habitual. Licenciada en Filología Francesa por la Universidad Estatal de Saratov, Elena tenía trabajo en Rusia; es más, asegura que el sueldo no estaba nada mal. Ella, sin embargo, buscaba algo nuevo: «Compré un visado francés y en la misma agencia conocí a dos mujeres que venían a Málaga. No sabían nada de español, así que yo me ofrecí a traducir y ellas, a cambio, me ayudaron con el alojamiento».

Y aquí se vieron: «Sin trabajo, sin papeles, sin conocer nada, asustadas y desesperadas». Así recuerda esos primeros momentos, en los que se toparon de bruces con una realidad que poco tenía que ver con la idílica imagen que traían: «La gente allí sólo cuenta una parte: dicen que hay mucho trabajo, que en una casa sacas mucho dinero, que la vida es muy fácil, que hay mucha fiesta, mucho sol, que se trabaja poco y que se vive bien», dice sin poder evitar reír ante los tópicos.

Miedo a la deportación

Aquí, en cambio, pasó por la experiencia de compartir casa con nueve personas; supo de la angustia que da el miedo a la deportación y de la frustración de no sacar ni un euro en todo un mes después de recorrer Málaga como comercial. Durante dos años trabajó en una casa, una experiencia que fue positiva y que también le ayudó a conseguir sus papeles. Aún recuerda cómo le llamaba la atención nuestra forma de hacer la cama: «Esa forma de poner primero una sábana, luego otra. ¿Me liaba! En Rusia bastaba con el nórdico».

Desde hace sólo dos meses está en la cocina de una pizzería, trabajo que combina desde junio con las clases de español que da a inmigrantes del MPDL, asociación en la que un día ella misma aprendió algunos secretos de la cocina española. Sus trabajos y sus propios estudios en la Escuela Oficial de Idiomas, hace que a muchos de sus días les falten horas.

En lo que va de año, el Servicio de Extranjería de la Subdelegación del Gobierno en Málaga ha tramitado unas mil solicitudes de homologación de títulos universitarios. Fuentes de este organismo destacan que son los ciudadanos de países del Este los que encabezan la demanda, con un alto grado de formación, siendo también numerosas las solicitudes presentadas por personas procedentes de países sudamericanos, fundamentalmente de Argentina.

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