Al sur del río Bravo con los «mojados»
La Voz de Galicia, 16-12-2006Son las 11 de la mañana de un frío y soleado día de diciembre. Dos furgonetas pick – up salen a revisar la inacabable línea fronteriza que divide Ciudad Juárez (México) de El Paso (EE.?UU.). La frontera es mucho más que una línea imaginaria. La raya la marca el río Bravo que, como dicen aquí, ni es río ni es Bravo. Al otro lado está el canal Franklin, una valla y la omnipresente patrulla fronteriza estadounidense.
Las perspectivas son de tranquilidad: hace mucho frío y la vigilancia ha aumentado notablemente en los últimos meses, así que los emigrantes se han desplazado hacia otras zonas o esperan tiempos mejores para cruzar.
Mi compañero de patrulla se llama Sergio. Es un policía destinado en los grupos Beta, colectivo desarmado cuya función es proteger a los emigrantes, proporcionarles ayuda y, si es posible, convencerlos de que desistan, una misión imposible cuando EE.?UU. está a unas decenas de metros y el sueño a punto de hacerse realidad.
Pronto dejamos la carretera para internarnos por una pista de tierra que pone a prueba la suspensión del vehículo. El río, efectivamente, no existe, pero la marca es evidente.
Los norteamericanos tienen altos postes numerados cada milla, con potentes cámaras capaces de sacar desde esa distancia una fotografía de mi bigote.
Sergio conduce a menos de veinte kilómetros por hora y escudriña los arbustos a su izquierda. No habla mucho, pero admite que prefiere este trabajo al clásico de la policía. Mejor ayudar que reprimir: en dos años sólo ha tenido que informar de cuatro cadáveres. «Si patrullara por las calles de Juárez, hubiera visto muchos más». Seguro. Las estadísticas dicen que en la ciudad hay al menos una muerte violenta cada día.
Una hora después, el río Bravo recupera un caudal que en Galicia llamaríamos regato. Pero a la derecha aparece una nueva dificultad hídrica para los emigrantes: un fétido cauce de aguas negras.
Paramos para escudriñar el entorno de un paso clásico. No hay ni un alma, y sobre el lecho del Bravo sólo se aprecian las pisadas del ganado. Enfrente, una de las cámaras yankis guarda la hacienda.
No transcurren más de 15 minutos cuando Sergio, súbitamente, acelera la furgoneta: «Allí están», dice. Doscientos metros más adelante se perfilan unas siluetas bajo un árbol. Son siete, cinco mujeres y dos hombres. Parecen inquietos, menos uno. Tienen los zapatos y los pantalones mojados. No hace mucho que han cruzado las aguas negras.
Ayuda
El agente de los Beta les explica que no los va a detener, que pretende ayudarlos. Otros dos betas reparten agua y folletos con teléfonos y direcciones para que denuncien si son violados sus derechos. Apuntan sus nombres y lugares de procedencia «para poder avisar a sus familias si les ocurre algo». Todos están entre los 20 y los 25, dicen ser de Ciudad Juárez y aseguran que es su primer intento. Probablemente mienten.
Entre el grupo de siete, uno es el pollero (el guía que a cambio de entre 100 y 1.000 dólares los cruzará), que los ha instruido en las respuestas que deben dar y en que estos agentes de naranja (el color de las cazadoras de los betas) no les causarán problemas.
En realidad, el grupo tiene una papeleta complicada. Frente a ellos está una patrulla norteamericana que los ha localizado hace tiempo: «Les estamos haciendo ojitos», dice el pollero.
Su única posibilidad es aprovechar los escasos 15 minutos del relevo de la Border Patrol. Pero es difícil que los pierdan de vista.
Advertencias y deseos
Sergio les advierte, pero no van a desistir. Están demasiado cerca. Sólo les queda el último esfuerzo, un saltito de 300 metros para llegar a EE.?UU. ¿Cómo renunciar ahora? Una última advertencia: «Sean respetuosos con las señoritas», y un deseo: «Suerte».
¿Qué les ocurrirá si los cogen? «La primera vez los ficharán y los devolverán a México, la segunda es posible que también los devuelvan. La tercera irán a prisión; entre seis meses y un año. Si lo vuelven a intentar y los atrapan, la condena será cada vez mayor», explica Sergio.
Seguimos patrullando, pero no volvemos a encontrar a ningún mojado durante dos horas largas. De vez en cuando paramos a revisar los echaderos, escondites en los que los emigrantes esperan para tentar la suerte. Están sembrados de botellas de agua, algunas llenas. Incluso de ropa, abandonada tal vez en la premura de una salida.
Llegamos a Millón, un pueblecito por el que suelen cruzar los narcos. Está desierto. Después, al tubo que cruza el canal de aguas negras y en el que Sergio encontró el año pasado el cadáver de una mujer.
Ciento y pico kilómetros más allá, la patrulla abandona el camino de cabras y regresa a Juárez por la carretera. En tres horas hemos visto no menos de veinte coches de la Border Patrol al otro lado. Otros nos han pasado desapercibidos, aunque ellos sí nos han visto a nosotros. Los emigrantes que hemos dejado atrás tal vez estén agazapados. Aún deberán cruzar el río, el canal Franklin (donde se han ahogado decenas), burlar a la patrulla fronteriza y quizá las cada vez más numerosas patrullas ciudadanas formadas por estadounidenses que creen estar enfrentándose a una invasión de mexicanos. Si todo les sale bien, serán inmigrantes sin papeles en la tierra de las cada vez menos oportunidades. Un futuro complicado.
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