"EL DIARIO". Ciudad Juárez. MÉXICO
Migración, agenda pendiente
Prensa Latinoamericana, 10-12-2006Antes del Siglo XV, la división del mundo básicamente se centraba en cristianos y musulmanes; luego de la llegada de Cristóbal Colón a lo que ahora es el Continente Americano, el planeta se dividió en el Viejo y el Nuevo Mundo; al comenzar el siglo XX y sobre todo después de las Segunda Guerra Mundial, la división fue ideológica, política y económica: dos visiones encontradas, la capitalista y la socialista.
Todavía con esa división vigente, surgió otra: la de los países desarrollados y los no desarrollados; luego la del primero, segundo y tercer mundo, y después la tajante separación Norte-Sur. A la caída del Muro de Berlín en 1989, las ideologías se desdibujaron: había ganado la opción capitalista y no había nadie al frente.
Recientemente, los conflictos entre Occidente y Oriente han mostrado otra división en la faz mundial: otra vez, como hace siglos, el mundo musulmán y el mundo cristiano.
Forzada la separación por conflictos económicos, el discurso la ha llevado al terreno de lo religioso: Dios de un lado o del otro, ambas partes lo invocan para justificar sus acciones. La separación es artificial, porque no corresponde al mundo, sino a un conjunto de países aliados de un lado y del otro.
Ahora, más allá de esa visión, el mundo se separa en bloques, agrupadas las naciones básicamente por factores de orden geográfico.
Pero aunque ha pasado a la obsolescencia en el discurso, la división Norte-Sur sigue vigente. Al norte, los países desarrollados; al sur, los países subdesarrollados, o en desarrollo, como reza el eufemismo.
A México le ha correspondido, por la fatalidad e inmutabilidad de la geografía, estar en el centro de su continente. Pobreza hacia el sur; riqueza hacia el norte.
El país mismo está dividido: al norte el desarrollo, la aspiración cuajada a medias de semejarse a Estados Unidos; al sur la pobreza, la percepción de parecerse a Centroamérica. El centro del país resume ambos mundos.
Asimétrico en su interior, y en medio de la asimetría entre Estados Unidos y Centroamérica, México ha sido escenario del fenómeno migratorio en su máxima expresión.
Por una parte, la migración interna, con más de dos millones de jornaleros que se desplazan del sur al norte del país; por otra, la inmigración, sobre todo de centroamericanos que se dividen en los que se quedan a trabajar en los campos de Chiapas y en los que van de tránsito rumbo a Estados Unidos, y otro flujo más, el de los mexicanos que emigran hacia el vecino del norte.
El fenómeno es tan claro e incluye tantas vidas, que resulta difícil de aceptar que la migración no haya merecido en ninguna de las administraciones federales un lugar prioritario.
Marginado desde siempre, el fenómeno migratorio se ha desenvuelto casi a solas, en la sombra, pasaje clandestino hacia el sufrimiento tras una esperanza.
Muchos han sido los migrantes que han logrado la transformación de su vida al trasladarse de un lugar a otro; infinitamente superior es el número de quienes han padecido lo inimaginable sin alcanzar nunca su destino, o incluso sin lograr siquiera conservar su vida.
Sin capacidad para entender los cambios cuantitativos y cualitativos de la migración, las legislaciones nacionales de México y Estados Unidos han quedado rezagadas: criminalizan a la migración y al migrante, lo persiguen, lo detienen, lo expulsan, sin que asome una mínima comprensión de su aportación al desarrollo y a la dignificación del trabajo.
La economía de Estados Unidos no sería lo que ahora es sin el trabajo de los migrantes, ni la economía de México lo sería sin las remesas que envían los mexicanos desde Estados Unidos, por no hablar de la gran riqueza que representa también para Centroamérica las remesas de sus nacionales.
A pesar del gran valor del trabajo de los migrantes, de su capacidad de adaptación a las labores más pesadas, su aceptación de salarios inferiores a las de los trabajadores regulares, su aportación a la producción, su contribución al sostenimiento de precios de algunos productos que sin ellos serían impensables, a pesar de todo ello, no existe, hoy, un reconocimiento real, que se traduzca en hechos, al mérito de su esfuerzo.
Por el contrario, se les ha encadenado al terreno de la clandestinidad, al de la vulnerabilidad, al del temor permanente y al de la violación a sus derechos humanos.
Al dar comienzo una nueva Administración Federal, con el gobierno del presidente Felipe Calderón, surge la esperanza de que, esta vez sí, el fenómeno migratorio sea atendido a la altura de su peso específico.
Que por fin se busque reducir la necesidad, principal impulsora de la migración masiva; que por fin se promueva una reforma al marco legal migratorio; que por fin se dé impulso al respeto de los derechos laborales y humanos de los migrantes; que por fin se logre un entendimiento con Estados Unidos.
Son temas, entre otros, de una agenda pendiente.
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