De fuera

Las Provincias, 10-12-2006

Vive en Valencia desde hace cuarenta años. Vino del norte, de la costa gallega más remota; allí donde Iberia se parece a Irlanda. Donde hay campos de un verde oscuro. Él era entonces un joven profesor de secundaria, tenía veintiséis años. Un hombre que abandonó su tierra por razones de amor, que siempre son las más poderosas. Y se marchó lo más lejos que pudo, que fue Valencia.



Aquí hizo su vida nueva, se casó, tuvo dos hijos y aquí empezó a hacerse mediterráneo. Pero sucede que esa labor no tiene final para quien vino de fuera, adulto y formado. Y eso que ama el sol y el mar de Valencia. Y que no podría vivir sin la luz de esta ciudad. Sin el halo abierto y optimista que tiene la tierra a su paso por esta antigua ciudad, tan moderna.



Él se jubiló en enero. Yo le conocía de años atrás: coincidimos en la presentación de un libro. En un par de horas me contó su vida, y yo le dije más o menos como iba saliendo la mía. Él me habló de Valencia cuando él llegó: una ciudad de tranvías, de aires agrícolas, donde las chicas tarareaban las canciones del Dúo Dinámico. Donde el goleador brasileño Waldo era el mejor futbolista de Mestalla. Y donde las calles, al atardecer eran, sobre todo, el escenario de los niños.



Me dijo que tardó algunos años en volver al norte. Hasta que se sintió fuerte. A partir de ahí, viajó a su país de mar bravo en muchas ocasiones. Pero cada vez le resultaba más difícil reconocer el mundo del que venía porque éste iba cambiando y muriendo en lo que más duele: en las personas.



Ahora ya no conoce a casi nadie por allí. Y una ciudad sin las personas que nos trataron, que nos quisieron, que quisimos, se vuelve extraña. Porque sus calles están pobladas de muertos. Y porque él ama la vida. Y su vida está aquí, en Valencia, sus amigos. Y sus viajes en los vuelos baratos. Todavía hace un mes estuvo en Berlón. Para ver cómo está naciendo la nueva Europa.



“Soy europeo, con eso me basta”, me contó hace días, mientras mirábamos junto al puente de Serranos un partido de fútbol que disputaban en el viejo cauce un grupo de hombres de Ecuador, de Colombia, de Bolivia… “Yo imagino cómo debe ser su añoranza”, dijo luego. Y cómo esos inmigrantes van sabiendo que, por mucho que sus hijos sean ya españoles, por mucho que esta urbe luminosa les haya dado la oportunidad de vivir con sacrificio y esperanza, ellos siempre se sentirán de fuera. En lo más íntimo, allá donde no llega la doble nacionalidad ni los derechos sociales. Ellos saben que no son de aquí, aunque aprendan a ser felices aquí.



Luego él me dijo que ya no iba por el norte: muchos años. “Porque también he dejado de ser de allí”. Y me lo dijo sonriendo, sin pesar. Como el que ha aceptado que la modernidad es desarraigo. Que el progreso personal, la apertura a la vida, pide muchas veces el tributo de esa pequeña muerte de la tierra natal. Esa pequeña muerte que administramos con una sonrisa, en secreto. Todos los forasteros.


cesargavela@hotmail.com

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