Sobre la educación en derechos humanos
Diario Vasco, 10-12-2006La educación en derechos humanos es la experiencia a más largo plazo en el quehacer de Amnistía Internacional. No resulta del mismo impacto mediático que las acciones o campañas, no da titulares y no aporta la visibilidad de otras actividades, pero en su discreción contribuye a crear estructuralmente el fondo necesario para una transformación social en materia de derechos humanos. Recibir esta educación es en sí, en opinión de Amnistía Internacional, un derecho humano, pues poco sentido podría tener un reconocimiento de derechos que no incluyera, cuando menos, el derecho a conocerlos. Pero, en nuestra opinión, la educación en derechos humanos va más allá de la información e, incluso, de la sensibilización sobre los mismos: se trata de un proceso de maduración individual y social que conduzca a una toma de conciencia y a una actitud proactiva de las personas a favor de sus derechos humanos y los de los demás.
Por ello, la celebración, hoy 10 de diciembre, del Día Internacional de los Derechos Humanos, puede ser una ocasión propicia para la reflexión sobre el valor de la educación en derechos humanos y los desafíos a los que se enfrenta. Entre ellos, por un lado, el de comprender que la educación en derechos humanos tiene como destinatarios tanto a personas que eventualmente no los respeten como a quienes padezcan su violación como a terceros. Con esto se quiere decir que su finalidad no es retórica o simbólica, sino pedagógica, sin estar condicionada a roles de interlocución. Pero también que el éxito de la educación en derechos humanos pasa inexcusablemente por una verdadera interacción comunicativa entre los interlocutores implicados, y ello depende, a menudo, del contexto en que se eduque. Es decir, no hay fórmulas mágicas ni parámetros preestablecidos. La educación en derechos humanos tiene que reinventarse con cada grupo de personas, en cada lugar, cada día.
Existen, sin duda, más desafíos. Pero por esa misma vinculación de la educación en derechos humanos a cada cultura, con cada grupo social y en cada momento y lugar, su globalidad resulta inabarcable. Con todo, puede que convenga detenerse en dos de ellos que tienen una vinculación significativa con nuestra realidad social y jurídica. Uno, el de superar, ante el fenómeno creciente de la inmigración hacia los países desarrollados, el paternalismo con que Occidente mira al resto del planeta en materia de derechos humanos. Sin perjuicio de que el contexto social, cultural y religioso de origen de muchos de nuestros nuevos vecinos merezca serias y razonadas críticas, la demonización gratuita es el camino más fácil, más peligroso y menos justo. La filiación liberal inicial de las libertades públicas ha hecho que la configuración de nuestros derechos (dialéctica que siempre se ha adelantado desproporcionadamente a la de nuestros deberes) se conciba de una forma cercana a una propiedad privada de libertad de actuación inagredible por terceros.
El cambio de perspectiva que supuso la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, al unir su vocación de universalidad con la introducción de conceptos como la inherencia de la persona a su dignidad y sus derechos, proyectó la semilla de una humanidad, cuando menos, algo menos vergonzante en el trato que se dan sus miembros. Por ello, ante la inmigración contemporánea, no podemos decaer en esa perspectiva. Seis décadas de derechos humanos declarados han tenido que enseñarnos algo.
Y en segundo lugar, existe el desafío de enfrentar y superar lo que podríamos denominar resignación ante la insalvable falla entre mundos, aquella que nos puede llevar a pensar que tan irremediablemente bien se vive en unos países como mal en otros, y que, en consecuencia, por un lado en algunos países ya está todo hecho (o, al menos, estándarmente comprendido y jurídicamente protegido) y en otros, casi, no hay nada que hacer, y así, la educación en derechos humanos no tenga utilidad práctica ante fenómenos tan destructores como la tortura, la pena de muerte, el sometimiento laboral, sexual y social de la mujer, el comercio descontrolado de armas, la criminalidad organizada capaz de condicionar sociedades enteras, etcétera.
Ninguna de las dos cosas es cierta. Primero, porque la labor educadora en derechos humanos crea conciencia en quien no puede ejercitarlos, y extiende, sobre poblaciones a menudo de muy baja escolaridad, la noción de su dignidad y la comprensión de que son titulares de derechos humanos, de que su vida cuenta, de que su opinión cuenta, de que lo que les ocurre no es lícito y sí lo es su resistencia. Y siempre es más difícil violar los derechos humanos de las personas conscientes de que los tienen y pelean por mantenerlos. Y por otro lado, porque las sociedades postindustriales no sólo tienen graves problemas de derechos humanos (con abundantes dificultades para la integración humana y social de grupos desfavorecidos) sino que también presentan graves resistencias para cuestionar los elementos de su cultura y su realidad. La violencia en la familia, y en concreto, la violencia de género, el acoso laboral y escolar, la progresiva languidez de la perspectiva social en el mercado de trabajo, la desigualdad o el racismo, que están conduciendo, además, al rebrote de la violencia, existen y nos acucian. Y si perdemos la capacidad de mirarnos al espejo y preguntarnos «qué tengo que ver yo con la violación de derechos humanos a mi alrededor y qué puedo hacer para evitarlo», estaremos perdidos.
Qué duda cabe, pues, de que la educación para los derechos humanos es tan necesaria en nuestra sociedad como en cualquier otra. Pero, al tiempo que se hace esta reflexión, resulta patente que la educación vive épocas de cambio, derivadas, por un lado, de una irrefrenable pluralidad social (que se traduce en multiculturalidad, pluralidad de modelos de familia, etcétera), y por otro, del abuso continuado y el debilitamiento de la autoridad en las aulas, que alumnos y profesores empiezan a sufrir indistintamente. Ante este panorama, aferrarnos a un paradigma totalmente positivista de la educación que se vuelque en la explicación de contenidos y olvide la dimensión humana de consideración del semejante sería una gravísima equivocación. Hoy, igual que siempre, educar en derechos humanos es tan importante como enseñar matemáticas o lengua. Y ésta es una realidad que la eventual falta de concienciación (o de formación específica) del mundo educativo no podrá paliar. Educar en derechos humanos es responsabilidad (apremiante, por cierto) de las Administraciones, las escuelas y las organizaciones de derechos humanos. Porque si los derechos humanos no tienen su posición curricular asentada, estaremos adentrándonos en el imprudente camino de que al final, sólo tenga derechos humanos quien tenga economía para cercarlos.
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