B. NAVARRO
Mediodía en el mercado de La Haya. Kashif Ahmad se dirige a su puesto de telas orientales cuando un militante del Partido de los Trabajadores le entrega una octavilla reclamándole el voto – pueden repartir propaganda incluso el día de las elecciones-. “¿Por qué debería votaros?”, le increpa Kashif, holandés de padres pakistaníes. “Todos los programas contienen la misma palabrería. Y luego, por la espalda, todos vienen con una cosa u otra contra el islam”. Nunca había tenido problemas, pero los últimos cinco años, dice, han sido “muy difíciles, sobre todo desde el 11-S. La gente empezó a mirar de otra manera al islam”.

Kashif está decepcionado con el país. “Holanda era el país de las libertades. Y ahora quieren quitar a las mujeres el derecho a llevar la burka. Es absurdo, son poquísimas las que lo usan. En los setenta las feministas eran libres para pasearse desnudas una vez al mes por las calles de Amsterdam y ahora lo que no quieren es que se cubran. ¿Desnudas sí pero con burka no? Entiendo algunas de las razones para hacerlo, pero no puedes privar de un derecho a una comunidad sin dar algo a cambio”.

- ¿Qué puede darles el país?

- Apoyo. Y la sensación de que son bienvenidas. Ahora no la tienen.

Cree que los holandeses tienen miedo a perder la identidad nacional, que a su juicio consiste en poco más que “beber cerveza”. El padre de Kashif es uno de los miles de extranjeros que llegaron a Europa a finales de los sesenta como gastarbeider