Tolosa en sí menor
«La lucha contra la exclusión de los más desfavorecidos era un deber inexcusable de nuestra Diputación Foral. Pero es tarea de todos asentar con nuestras palabras y nuestros hechos el discurso de la integración y de la solidaridad».
Diario Vasco, 09-11-2006ÁLVARO BERMEJO/
El problema de la sobreocupación y las conductas conflictivas en los centros de menores inmigrantes localizados en Guipúzcoa viene de lejos. Tras secuenciarse varios casos de violencia en 2002, en algunos de ellos se incorporaron vigilantes de seguridad. Pero esto no evitó que, en otros, los jóvenes siguieran durmiendo en el suelo o encima de las mesas, huérfanos de cualquier atención educativa, mientras la conflictividad seguía creciendo en paralelo al abandono institucional. Así, ya en 2005, los veintisiete monitores de servicio en estos centros cogieron la baja laboral en bloque para denunciar la política de nuestra Diputación en este ámbito. La desprotección ante las amenazas y agresiones de las que eran objeto, las pésimas condiciones laborales, la falta de recursos materiales y humanos, sumada a la sobreocupación creciente de estos centros, les parecieron razones suficientes para exigir a nuestra máxima autoridad foral que cumpliera como cabía esperar de ella los protocolos de acogida transferidos a nuestras administraciones desde que se aprobó la actual Ley del Menor, en 2001. Pese a la alarma social, parece ser que bien poco se ha hecho en este tiempo, pues el último informe del Ararteko volvía a incidir en la insuficiente dotación de plazas y de educadores mientras el número de menores inmigrantes sigue en aumento.
Son estos precedentes los que hacen especialmente grave el conflicto abierto en Tolosa a cuenta de los jóvenes inmigrantes acogidos en su centro de atención de urgencia. Pues más allá de que algunos de ellos hayan podido incurrir en conductas delictivas no se puede ignorar que los responsables de Diputación, pese a estar sobradamente avisados, han incurrido asimismo en una cierta dejación de responsabilidades ante un asunto tan potencialmente inflamable como éste, donde la conflictividad inherente a los menores se une a su condición de inmigrantes, habitualmente convertidos en chivos expiatorios de otras tensiones que nada tienen que ver con ellos.
Conviene recordar que la inseguridad ciudadana no se nutre solo de hechos, sino también de percepciones que, muchas veces, se fundan en afirmaciones sobredimensionadas y no suficientemente contrastadas. Pues una cosa es el noble afán de velar por la seguridad de un vecindario, y otra muy distinta criminalizar a un colectivo de apenas quince menores inmigrantes en situación de desamparo, sin familia a la que recurrir, sin papeles legales, pero con todas las papeletas para que su condición de desarraigados madure en una sentencia de exclusión social, con todas las consecuencias.
Afirmar públicamente, como se ha hecho, que estos jóvenes son delincuentes denota una grave irresponsabilidad. Que existen delincuentes juveniles entre la población inmigrante es evidente, tan evidente como que también los hay entre la población autóctona. Que nuestra sociedad debe protegerse, y que tener una nacionalidad distinta no debe suponer un eximente, son dos obviedades paralelas. Pero, ¿es la inmigración la responsable de la inseguridad? ¿Es moral que los representantes públicos asocien precipitadamente inmigración, conflictividad y delincuencia? ¿No estaremos criminalizando a un colectivo muy diverso, poniendo además el acento en esos jóvenes que no lo olvidemos están o deberían estar bajo la tutela absoluta de nuestras instituciones?
El País Vasco alberga una de las poblaciones inmigrantes más bajas de Europa. El número de residentes extranjeros se incrementará en nuestra sociedad, unido a nuestro crecimiento económico: los necesitaremos, y los necesitaremos más en sus segmentos más jóvenes. Hace tiempo que debiéramos haber comenzado a prepararnos no sólo regulando vías de entrada, sino construyendo políticas de integración eficaces e intentando educar a la población en valores de solidaridad y respeto. No parece que hayamos avanzado mucho en este camino, sino más bien todo lo contrario. Sobreabundan los mensajes alarmistas que no contribuyen sino a incrementar el recelo de la sociedad frente a eso que ya de entrada conceptuamos como el «problema de la inmigración». Y de ahí en adelante, basta con echar un poco de gasolina al fuego para que el temor inoculado en la población degenere en formas abiertas de rechazo susceptibles de generar una espiral de nuevos conflictos.
Aunque sea políticamente incorrecto recordarlo, a comienzos de la era industrial la sociedad vasca acuñó términos tan despectivos como maketo o belarri-motxa para marcar las distancias con la población inmigrante española que venía a esta tierra tanto para ganarse el pan y labrarse un futuro como para contribuir con su trabajo a elevar las tasas de riqueza y bienestar que nos situaron a la cabeza del Estado. Hoy como entonces prospera en determinados ámbitos el prejuicio de que hay un porcentaje de inmigrantes radicalmente inintegrables, de modo que no podemos esperar nada bueno de la futura y ya naciente sociedad pluriétnica y multicultural. Vale, aceptemos ese prejuicio: ¿Qué hacemos? ¿Expulsar a los jóvenes inmigrantes que nos resulten conflictivos? ¿Excluirlos de las políticas de integración, negarles tal vez su acceso a la plena ciudadanía? Todas esas alternativas contravendrían el principio del trato igual, piedra angular de todas las políticas de integración europeas, consistentes en diversas medidas de discriminación positiva, mientras que discriminarlos con más exclusión, por la vía del trato social particular, tendría ya algo de racismo de Estado.
Quienes conocemos Tolosa y sus gentes sabemos que tanto en la filosofía de sus fiestas de Carnaval, como en su recién clausurado certamen de masas corales, se respira un espíritu de fusión de culturas y tradiciones que hacen de la antigua capital de Guipúzcoa todo un paradigma de multiculturalidad. Bastaría un simple cambio de perspectiva, un querer ver a esos jóvenes inmigrantes no como un problema, sino como un desafío a la construcción de una nueva identidad colectiva, para que la solución estuviese mucho más cerca.
El acomodo de la diversidad nunca ha sido fácil. En no pocas ocasiones requiere esfuerzos no contemplados en el programa y transacciones complejas. En cualquier caso, más aún en éste, la inversión de tendencia sólo puede comenzar con un rotundo «Sí» coral social e institucional a favor de los menores. La lucha contra la exclusión de los más desfavorecidos era un deber inexcusable de nuestra Diputación Foral. Pero es tarea de todos asentar con nuestras palabras y nuestros hechos el discurso de la integración y la solidaridad. Si hay un abismo entre ellos y nosotros, si las políticas oficiales han sucumbido a la indolencia oficial, no justifiquemos nuestro fracaso responsabilizando a los que nada gestionan salvo su propio desamparo.
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