ALDIA
Colchones en el suelo
Una quincena de menores marroquíes vive en el centro de Tolosa. «La casa es una mierda», asegura uno de ellos
Diario Vasco, 02-11-2006A. A./
SAN SEBASTIÁN. DV. El camino del matadero respira una aparente tranquilidad. El centro de acogida urgente de menores inmigrantes de Tolosa se alza al final de la calle, en un edificio de tres plantas rodeado de talleres, ayer cerrados por ser día festivo. Las ventanas de la casa están selladas a cal y canto. En el pueblo se la conoce con el nombre de Sevendenea, pues durante muchos años del edificio colgaba un cartel de «Se vende». También fue un antiguo hospital. Hoy acoge a una quincena de chavales, todos marroquíes, de entre 12 y 17 años.
Al otro lado de un cristal, uno de los jóvenes se percata de nuestra presencia. Es la hora de comer. Al timbre responde un guarda de seguridad, escoltado por una hilera de chavales que observan, curiosos, todos nuestros movimientos. «¿Me das un cigarro?», espeta uno de los menores.
Las paredes de la entrada están pintadas en color crema, agrietadas, oscurecidas y sin ningún elemento decorativo. Al fondo, se apoyan varios de los inmigrantes en una escalera de madera. Tras el guarda, nos recibe una de las educadoras, que agradece el interés pero prefiere no hacer declaraciones «sin permiso de sus jefes».
Bajo llave
El cruce de palabras basta para echar una ojeada a las instalaciones, que presentan un aspecto envejecido que no invita a alojarse en ellas. Al igual que las ventanas, todas las puertas están cerradas bajo llave. Salvo una. Parece una habitación. Se adivinan dos colchones sucios en el suelo y ropa esparcida encima. La puerta está rota, con varios golpes, quizá como consecuencia de patadas o puñetazos. No parece un lugar agradable.
Los chavales no paran de hablar entre ellos, probablemente en árabe. Se oye mucho ruido: sillas que se arrastran, sonido de timbales y también gritos. Algunos de los chavales están sin camiseta, deambulan por los pasillos vestidos con ropa informal y la mayoría cubre sus cabezas con gorras. Sus rostros están marcados por cicatrices que evidencian golpes y peleas. Sonríen al ver la cámara de fotos y cuando salimos del recinto posan al otro lado de la puerta.
Fuera aparece uno de ellos. Acepta conversar con la única condición de no ser reconocido. «Podemos salir y entrar cuando queremos durante el día, aunque tenemos un horario que cumplir», explica. A las ocho y media de la noche todos tienen que estar en el centro y quien no lo cumple se queda sin cena. «También nos reducen la paga que nos dan a la semana si no nos portamos bien». Reciben entre 5 y 15 euros, y también les proporcionan billetes de tren para poder desplazarse. Tienen además veinte minutos de teléfono para hacer llamadas durante la semana. La ropa se la compran los educadores para evitar despilfarros.
«Hoy hay dos chicas y dos guardas que pasan todo el día con nosotros». El trabajo de los educadores, según cuenta, se centra en «arreglarnos los papeles y vigilar el centro». Los chavales también tienen tareas: recoger la mesa, limpiar las instalaciones, hacer la cama…
«Por las mañanas algunos vamos a clases de castellano continúa, otros a los centros de iniciación profesional y algunos van al colegio». Reconoce que hay peleas en el centro y que las puertas están siempre cerradas porque sus compañeros se roban entre ellos. Tienen muy pocos muebles. Algunos ni siquiera somieres para la cama porque «destrozan todo en la habitación». La casa «es una mierda y el ambiente no es bueno. El otro día se cayó hasta un trozo de techo».
El chaval se sonríe cuando se le pregunta si esnifan disolvente, tal y como denuncian los vecinos. Pero sí insiste en que «hay muchas peleas» y que «la Policía viene a menudo». Además, asegura, les pasan dos veces al día un detector de metales, para evitar que introduzcan navajas u otros objetos que se puedan utilizar para cualquier agresión. Por eso tampoco hay cuadros, ni espejos. «¿Peligroso? Yo no tengo miedo de nada. Sé defenderme».
El chico ya no quiere más preguntas, sube las escaleras y entra en la casa. Desde la puerta, otros cuatro chavales hacen el signo de la victoria y se despiden.
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