Obituario / P.W. BOTHA

OBITUARIO: El 'emperador' del 'apartheid' sudafricano

El Mundo, 02-11-2006

FATIMA RUIZ

Líder del régimen racista entre 1978 y 1989, hizo pequeños retoques en el sistema para que lo esencial siguiera intacto Quiso llamar El Ancla a la casa que le cobijó a su retiro. Y en ella permaneció durante 17 años aferrado a una tozuda visión de su legado político que no sucumbió al colapso del mundo en blanco y negro que había contribuido a diseñar desde sus orígenes.


A Pieter Willem Botha, todopoderoso emperador durante los años más duros del apartheid, nunca le mordió la conciencia haber servido a un régimen que filtró la sociedad sudafricana por el colador racial en aras de la supremacía blanca y en pleno siglo XX.


«No tengo nada por lo que pedir perdón. Ni ahora, ni mañana, ni pasado mañana», ratificó hace 10 años, tras negarse a comparecer ante el «circo» de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, instaurada para liquidar el trauma de la segregación racial señalando a los culpables. Entre ellos, al Gran Cocodrilo cuyo régimen (1978 – 1989) liquidó a 2.000 opositores y encarceló sin juicio a otros 20.000.


La memoria de Botha, en cambio, tiñó siempre su mandato como el primero de barniz reformista que suavizó los matices más inhumanos del sistema que sentó las bases legales de la inferioridad negra. Eso sí, tratando de cambiar algo sin cambiar nada, una estrategia política que él mismo resumió claramente en una famosa frase: «Hay que adaptarse o morir». Y a ello – a adaptarse para conservar intacta la arquitectura del predominio blanco sobre el resto de razas – dedicó su estancia en el poder, abriendo la mano para después cerrar el puño contra cualquiera que cuestionara una religión a la que se convirtió en el año 1948, cuando comenzó su carrera como diputado por el Partido Nacional.


A cada avance, un durísimo retroceso, fue su filosofía de gobierno. Por eso, mientras abolía la prohibición de sexo y matrimonio entre razas, establecía un documento de identidad común que anulaba los dompas (permisos para negros) y hasta creaba un Parlamento tricameral con presencia de indios y mulatos, lanzaba al tiempo una de las represiones más violentas contra la revuelta negra que bullía en los townships (distritos segregados). Para detenerla decretó el estado de emergencia en 1986.


Desde entonces, Botha resistió obstinadamente entre dos fuegos: el del interior del país, que se incendiaba en disturbios y represalias, y el que calentaba los foros internacionales presionándole para que liberara a su bestia negra, confinada en una celda 26 años atrás.


Pero el primer ministro que en 1983 se autonombró presidente en la misma reforma constitucional que abrió las puertas del Congreso a los colores intermedios de la paleta racial, se mostró siempre mucho más intransigente a la hora de aflojar las cadenas de Nelson Mandela.


A tal punto llegó su terquedad frente a las potencias que asfixiaban económicamente a su régimen a golpe de embargo, que la prensa de Johanesburgo llegó a catalogarle de «prisionero de su prisionero», a quien al final de su mandato otorgó la gracia de una entrevista.


Años más tarde, cuando el líder del Congreso Nacional Africano ajustó cuentas consigo mismo y con la Historia a través de su autobiografía registró la impresión que le produjo estar frente a frente con su carcelero. «Encarnaba el modelo del viejo afrikaaner [descendientes de los holandeses que en el siglo XVII poblaron Sudáfrica], estirado y cabezota, que en vez de discutir las cuestiones con los líderes negros se las dictaba», señalaba Mandela en esas memorias.


Sin embargo, el futuro premio Nobel de la Paz reconocía en ellas una cierta fascinación que emanaba del irascible Botha, y que percibió desde el momento en que le recibió con un apretón de manos y una gran sonrisa en su propia residencia oficial. «Me desarmó completamente», recuerda Mandela del líder que décadas antes, mientras el mundo se unía en un frente internacional contra el racismo nazi, se adhirió a la Ossewabrandwag, un grupo que simpatizaba con las tesis de Adolf Hitler.


Ayer, el líder del Congreso Nacional Africano, de 88 años, rendía un generoso tributo a su antiguo enemigo: «Mientras para muchos Botha seguirá siendo siempre un símbolo del apartheid, nosotros también le recordamos por los pasos que dio hacia un acuerdo negociado pacíficamente en nuestro país», declaró. «Su muerte debe recordarnos cómo los sudafricanos consiguieron unirse para salvar al país de la autodestrucción».


Orgulloso de sus orígenes boers (agricultores descendientes de los colonos holandeses), el hijo de un granjero del Estado de Free Orange se trazó como destino el convertir Sudáfrica en el último bastión de los valores occidentales frente a la amenaza de los comunistas. Contra ellos y contra los movimientos de liberación africanos, que equiparaba a la amenaza roja, estableció los conceptos de «violencia total» y «estrategia total», que legitimaban el uso de la fuerza, para aplastar la amenaza que suponían para la elite a la que él representaba.


Una vez apeado del poder en 1989 por Frederik Willem de Klerk – sucesor encargado de guiar la transición que desembocó en las primeras elecciones multirraciales de 1994 – rechazó haber considerado inferiores a los negros. «Muchos colaboraron con nosotros», llegó a decir en una controvertida entrevista en los años 90.


P. W. Botha, ex presidente sudafricano, nació el 12 de enero de 1916 en Free Orange State y murió el viernes en la provincia de Western Cape.

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