Inmigración: una reflexión elemental
Deia, 27-10-2006Tendemos a considerar sólo un aspecto de los motivos que tienen las personas para emigrar: ¿De qué huye el emigrante?, nos preguntamos. De guerras, de persecución, de miseria. En mi opinión, la consideración debería empezar por la otra cara de la moneda: ¿Qué busca el emigrante? La respuesta elemental me parece clara: Busca con acierto o sin él unos espacios y comunidades donde hay más perspectivas de vida que en su país, donde creen que el espíritu es más tolerante, donde de una u otra manera se puede influir en el desarrollo de la vida social y política del país, y otra serie de objetivos similares o emparentados con los indicados.
La siguiente pregunta es: ¿por qué esto no lo tiene en su tierra y sí, al parecer, en la nuestra? La contestación de perogrullo es: porque el “sistema” nuestro responde a esas expectativas y el suyo, no. O, al menos, es lo que ellos creen y esperan. Pues bien, si esto es así, lo que exige nuestro interés y el del emigrante es no tirar por la borda nuestros sistemas; arbitrar las medidas necesarias para que no dejen de ser tan “atractivos”: o nos esforzamos para que la invasión de emigrantes no acabe por conseguir que los males de su tierra se conviertan, en mayor o menor medida, en la situación habitual de la nuestra, o habremos hecho, para ellos, para nosotros y para nuestros hijos, un pan como unas tortas.
Sin embargo, la cosa no parece tan obvia, a juzgar por lo que se oye y se lee, particularmente en los medios, donde encontramos frecuentemente la equiparación de dos actitudes y sentimientos tan distintos como xenofobia y racismo, donde toda reflexión sobre las dificultades del problema para la tierra de acogida se suele calificar fácilmente de racismo. Y, en definitiva, donde se sigue una línea que se dice políticamente correcta, pero que no deja de tener facetas estúpidas.
En un estudio sobre la globalización comenta Ulrich Beck la política frecuente de empresas transnacionales (al menos de algunas): desplazan sus medios de producción y sus sedes fiscales adonde la mano de obra y la tributación son más baratos; sus directivos y sus hijos viven y estudian en los países europeos; dejan el paro en estos países y les privan de ingresos poniéndoles en riesgo de subsistencia. Beck pregunta a continuación: ¿Dónde pretenden vivir ellos y sus hijos, cuando en Europa el Estado y la democracia no puedan ser financiados? El ejemplo es perfectamente extrapolable a la inmigración: ¿Adónde irán los inmigrantes, y adónde iremos nosotros, si la vida en nuestros países termina por ser tan insoportable como, al parecer, lo es en los suyos? Y ¿cuándo va a suceder esto? La realidad es que nadie sabe la respuesta a éstas y otras preguntas sobre los resultados futuros de los movimientos migratorios. Pero, sin duda, se debe reflexionar fríamente y no parece razonable esperar buenos resultados, si recordamos algunos hechos como los siguientes:
Para empezar, tenemos una UE que, a pesar de que la inmigración afecta a la mayoría de sus Estados miembros, carece, aún ahora, de una política común en la materia y entiende que las fronteras son competencia exclusiva de cada Estado.
En segundo término, no se someten todos los detalles de la inmigración a estadísticas solventes, es decir, oficiales. Al menos yo no las encuentro. Cuántos inmigrantes entran, por dónde, en qué cantidades por unos puntos y por otros, de qué procedencia, de qué religiones, sin profesión o con ella y, en caso afirmativo, de qué profesiones, cuántos con intención de afincarse en nuestros países, cuántos con idea de regresar a los suyos (que también los hay), cuántos están dispuestos, no a asimilarse necesariamente, sino simplemente a integrarse, es decir, a aprender alguno de los idiomas oficiales y a ajustarse a las normas legales básicas de nuestros sistemas.
En tercer lugar se pide dar a los inmigrantes facilidades legales en concreto el derecho de voto en las elecciones municipales, y hasta el reconocimiento de la poligamia que, sin más condiciones, resultan manifiestamente exageradas y gravemente imprudentes. Aun cuando unos irresponsables deseen otra cosa, antes de hacer “votantes”, hay que hacer “ciudadanos”, porque el voto es el derecho democrático más importante y distintivo inherente a la ciudadanía. Y si hacemos ciudadanos, sobra hablar del derecho al voto, porque éste va unido en forma inseparable a dicha condición.
Una cuarta consideración es que no distinguimos entre las diferentes categorías de inmigrantes. Los musulmanes, p.e., representan un riesgo específico por la difusión que el fundamentalismo y el antioccidentalismo parecen haber alcanzado entre ellos, fomentados en buena medida por la conducta de algunos países occidentales de cita innecesaria.
Si la situación expuesta y otras condiciones negativas semejantes no se corrigen, parece muy difícil crear la opinión que permita abordar el problema con humanidad, pero también con sentido común. De éste último me parece que estamos a cien leguas.
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