Un año en el limbo de Melilla
12 meses después de que 1.100 subsaharianos saltaran la verja de la ciudad autónoma, 43 de ellos aún esperan allí a que se decida su futuro
El País, 10-10-2006NURIA TESÓN MARTÍN – Melilla
“Estoy harto de que los días se pasen esperando, lavando un par de coches y recibiendo unos pocos euros que apenas dan para recargar el telefono”. Las heridas de los brazos de Yero ya se han curado. No exhibe orgulloso sus cicatrices, agacha la cabeza y oculta bajo la camisa los costurones de su piel morena: más de 20 centímetros de carne suturada en cada antebrazo y casi cinco de ancho. Yero Balde, guineano de 31 años, se desgarró los brazos en la concertina de la valla fronteriza de Melilla el 3 de octubre de 2005
Como él, más de mil subsaharianos dejaron su piel y su sangre en esa concertina entre el 26 de septiembre y el 7 de octubre de 2005. Yero Balde lleva 365 días en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de la ciudad autónoma. Es uno de los 43 subsaharianos que aún viven en el CETI, de los 1.100 que saltaron la valla en los asaltos masivos de aquellos días. Seis de ellos perdieron la vida en el intento, tiroteados por las fuerzas marroquíes al borde de la frontera, y los que lograron pasar al lado español, llevan en sus rostros un mapa donde pueden leerse los años atravesando África; los meses escondidos en los bosques cercanos al perímetro fronterizo esperando saltar.
Las manos de Yero exprimen la bayeta con la que limpia el polvo pegado en el parabrisas de un coche aparcado en una céntrica calle melillense. Sonríe con tristeza y se queja de lo caro que resulta llamar a casa. “Con una tarjeta de teléfono de 5 euros te da muy poco tiempo”. Tiempo. Justo lo que le sobra a Yero en Melilla. Dos horas en clase de castellano por las mañanas en el CETI y otras 22 para devanarse los sesos pensando en el dinero que no manda a la familia que quedó atrás.
El CETI fue en España el hogar donde se refugiaron los 1.100 subsaharianos que saltaron la valla para curar sus heridas y disfrutar de un efímero triunfo: habían alcanzado Europa. La realidad de los meses que siguieron ha sido menos amable. Los que no fueron devueltos, esperaron su turno de ir a la Península con una orden de expulsión bajo el brazo. En el CETI aguardan aún 43 cameruneses y guineanos que han visto pasar estos 365 días con la valla a sus espaldas y un porvenir que se hace más pequeño y más oscuro cada día que pasan en el limbo melillense.
Yero cuenta que tiene esposa y un hijo de dos años en Guinea – Bissau, pero no conoce a su primogénito porque cuando el pequeño abrió los ojos, él ya estaba atravesando África en busca de un futuro mejor. Primero Malí, luego Argelia, después Marruecos. Cuatro meses escondido en los bosques del Gurugú y un salto rápido hacia el futuro, hacia Melilla. Tiempo. Una fracción de segundo, un salto y ya está en España con los brazos hechos jirones y 12 largos meses para hilvanar sus sueños frustrados. Demasiado tiempo.
Apunta que en Guinea era costurero, pero aquí asegura que trabajará “de lo que sea”; saca del bolso una cámara compacta y unos negativos y explica: “Soy el fotógrafo del CETI”. Y no deja de frotar, y de sonreír bajo su gorra blanca.
Thierno Diolo ha cumplido en España los 21 años y también acusa en su piel los efectos de la concertina. Saltó la valla junto a Yero, pero hace cinco años que salió de Guinea – Bissau. No lava coches, considera que “eso no es un trabajo”, y a él no le gusta pedir dinero. Desea salir de una ciudad en la que se siente “preso”. “Quiero trabajar y jugar al fútbol”, explica.
Para que lo del trabajo resulte más fácil decidió aprovechar la oportunidad que le daba el CETI para aprender un oficio. Durante tres meses ha asistido a un curso de albañil, y se ha dado prisa en aprender castellano. En cuanto al fútbol, Thierno ha sido el delantero del CETI, pero este año ha decidido no entrar en el equipo. Dice que tiene la impresión de que si lo hace no le dejarán marcharse hasta que acabe la liga dentro de ocho meses. “La asesora jurídica me ha dicho que han solicitado documentos para mí, pero no me lo creo”.
La historia de Philemon, que saltó la valla de Melilla la noche del 28 de septiembre, no es muy distinta de la que cuentan sus compañeros. Una familia en Camerún que tiene puestas en él sus expectativas, y la “frustración”, presente cada día, de querer enviar dinero, y no encontrar el modo de cumplir con la misión para la que vino. Philemon Djimgon tiene 28 años y más preguntas que respuestas. “¿Vas a darme los documentos? ¿Cuánto va a pasar hasta que me den los papeles? Y si juego al fútbol ¿me darán los papeles?”.
Se rompió un brazo al saltar, pero ha tenido tiempo de sobra para recuperarse. Limpiando coches consigue el poco dinero que tiene, que usa para llamar a su familia. “Mi madre me pregunta cada vez que hablamos que cuándo voy a salir de aquí y a ganar dinero. Quiero estudiar español y que mi hermana, que estudia español en la universidad, pueda venir. Soy un hombre y no puedo estar sin trabajar”. Si no tiene clase, duerme o se va “a correr”, explica. Pero no le basta. Después de un año quiere respuestas, y vuelve a la carga: “¿Por qué llevo aquí un año y no me dan los papeles?”.
Más de 1.000 subsaharianos consiguieron pisar suelo español en aquellos días de octubre. Pero sólo uno, de esos más de 1.000 hombres, el camerunés Robert Nguemleu, ha salido del CETI con lo que Yero, Thierno y Philemon desean: un permiso de trabajo. Robert tiene 32 años y es un hombre “feliz” desde que se lo comunicaron hace unos días.
Fue uno de los primeros en saltar y cree que tuvo “suerte” porque “sólo” se rompió una rodilla. Cuando se cumple un año de su estancia en el CETI, Robert puede permitirse soñar con trabajar “en Valencia”. ¿En qué? “Cuando un hombre tiene que mandar dinero a su familia no distingue entre unos trabajos y otros. Trabajaré en lo que sea”. Y sueña también con traer a su esposa y a sus dos hijos. En Camerún, Robert cuenta que estudiaba Física y Matemática: "Aquí quiero continuar estudiando Ingeniería Industrial. Un futuro muy distinto del de sus compañeros de habitación que, con suerte, irán a la Península con una orden de expulsión bajo el brazo. Recelan y preguntan por qué Robert tendrá papeles y ellos no, por qué ellos no podrán decir lo que la esposa de Robert cuando le comunicó la noticia hace unos días: “Misión cumplida”.
Anochece en Melilla. Son las diez y media y faltan dos horas para que el CETI cierre las puertas. En el aparcamiento del puerto marítimo, cerca del casino, dos subsaharianos se afanan frotando con papel de periódico la luna de un todoterreno. Son Francis y Philipe, un camerunés y un guineano, y ya estaban ahí a las once de la mañana. Cuatro niños pasan junto a ellos sin mirarlos, forman parte del paisaje urbano de Melilla. Recogen el cubo y los trapos y se marchan a casa. Mañana será otro día.
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