¡Váyase, señor Caldera!

VICTORIANO CRÉMER

La Voz de Galicia, 02-10-2006

¡POR FAVOR, un momento! No es que nosotros, o sea yo, el que suscribe, solicite del ministro, señor Caldera, que abandone el banco azul y retorne a los humildes oficios del hombre secular, del abogado, del notario, del ingeniero o del albañil, no, Dios me libre.


Tengo el respeto obligado a todo ser medianamente civilizado para no incurrir en el despropósito de empujar a nuestros hombres representativos a su autodestrucción política.


Pero es que sucede que en nuestro campo de acción de la política activa se está desarrollando uno de los mecanismos más inciviles y absurdos que se conocen en el comercio humano: el del improperio, el de la insinuación tenaz para producir en el rival un cierto estado de desencantamiento y desesperación, el de la imprecación que se hiciera famosa cuando aquel presidente que no quiere dejar de serlo, inventó la frase decisiva dirigida a un contrario: «¡Váyase, señor González!».


Y la apelación produjo efecto. El señor González abandonó el cargo, la carga o el compromiso. Pero dejó el apelador un cierto estilo de dialogar, o si se quiere de instar al abandono del puesto que todos creen tener merecido y se produjo en el lenguaje político un estilo más bien apto para plática de rufianes o para sugestiones malévolas.


El político español, de muy corta gramática, se acoge habitualmente a esta clase de disparos a quemarropa, eludiendo el discurso razonado y comprobado para la enmienda del error que se anuncia: ¡Váyase, señor Fulano, porque me estorba, porque no hace lo que a mí me gustaría que hiciera para darme motivos para la refriega dialéctica! ¡Váyase!


Y raro es el caso en el que la frase, como ciertos actos destinados a provocar el ostracismo del rival, tiene éxito.


En la España del cayuco, de la patera y de la invasión desleal, la palabra, el término, el concepto, la fórmula del ¡váyase! no se tiene en cuenta. Y nadie la acepta como una consecuencia de su mala gestión, sino como fruto de la envidia, y responden: «¡Ladran, señal de que cabalgamos!».


Y es de suponer que ni el señor ministro de Trabajo, ni la señora Narbona, reina de la sequía, ni el intrépido derrotado que dirige la dirección de la escuadra del pelotón, van a marcharse a donde les mandan los otros contratantes de la parte política contratante.


Y todo sigue igual o peor, ante la general indiferencia del común de electores, porque saben que la solicitud para que abandonen su puesto no será atendida.


Y seguiremos cosechando inmigrantes despapelados y futbolistas nacionales desconcertados. Y España (con la salvedad milagrosa de los practicantes del baloncesto) seguirá sumida en el desconcierto, invadida por masas hambreadas y derrotada por los últimos de la fila.

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