Seis años con la mano en alto
El Periodico, 29-09-2006Seis años con la mano en alto
Un joven vendedor en Dakar.
Josep Saurí
Los atascos son una seña de identidad de Dakar. La capital senegalesa, rodeada de mar por tres lados – – como Cádiz, pero con unas 20 veces su población y sin el puente de Carranza – – , se asfixia en un caos circulatorio sin remedio. No hay cifras lo bastante fiables, pero pongamos que con sus suburbios supera holgadamente los tres millones de habitantes. Imagínense el área metropolitana de Barcelona con solo dos carriles de entrada y otros dos de salida. Y encima, eternamente en obras.
La esperanza de vida de los senegaleses es de 53 años. La de sus coches no debe de estar muy lejos, incluidos los taxis, negros y amarillos como los barceloneses, pero que más bien parecen zombies huidos del desguace. En cada parón y en cada semáforo, una legión de vendedores se abalanza sobre la chatarra rodante para ofrecer su variopinta mercancía. Son cientos, miles de chicos que cargan con cualquier cosa: enchufes, plátanos, ventiladores, tablas de planchar, cepillos de dientes, una gallina maniatada y alucinada que va metiendo la cabeza por las ventanillas. Esta generación de jóvenes sin futuro es la carne de cañón del drama de la emigración clandestina.
La cifra oficial de paro es del 48%, pero se estima que un 85% de los jóvenes senegaleses no tienen empleo y subsisten gracias a la solidaridad familiar o a trabajos informales, como la venta callejera. La pirámide de edad asusta: un 45% de la población tiene menos de 15 años. En un país con un 61% de analfabetismo, más de 100.000 muchachos se incorporan cada año al maltrecho mercado de trabajo. Las masas de jóvenes no cualificados sin ninguna esperanza convierten la sociedad senegalesa en una olla a presión.
Se cuenta que una noche, la policía pilló a unos chicos subiéndose a un cayuco en una playa de Dakar. Un agente agarró a uno y le dijo: “Te vas a enterar, vamos al cuartelillo y te las verás con el comisario”. Pero otro policía, desencajado, balbuceó: “Oye… ¡Es el hijo del comisario!”. La convicción de que no hay otra salida que jugarse el pellejo en el Atlántico se expande de un modo imparable.
Para el Gobierno, la emigración es “una ganga”, dice el sociólogo Malick Ndiaye. En plena precampaña electoral, palía el evidente fracaso de la política de empleo juvenil, la principal promesa incumplida del presidente Wade. “En el 2000, Wade proclamó: ‘¡Que los jóvenes sin trabajo levanten la mano!’. Seis años después, ahí están, con la mano en alto”, afirma Ndiaye. Pero sin olvidar que “la economía senegalesa sigue colonizada”. “Europa no puede pretender llevarse los beneficios y que los chicos no quieran ir”, remacha.
No solo la pobreza, sino también factores sociales y culturales les empujan. “Han sido educados en valores que hoy chocan con la realidad”, explica Ndiaye. Al llegar a la mayoría de edad, deben contribuir a sostener la familia. Si no lo logran, son unos fracasados, parásitos sociales, una carga: “Aquí la vergüenza mata. Estos muchachos sienten que ya están muertos. Solo les queda lanzarse al mar. Si llegan, tendrán su oportunidad; si dan la vida en el intento, esa muerte digna les redimirá”. Para ellos, la muerte física es preferible a la social.
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