Poder de cine
La fuerza del corazón
El Mundo, 29-09-2006Montserrat Nebrera
No siempre ocurre eso de que el mejor cine de masas lo sea también para la crítica. En el caso de Paul Haggis alguna cosa podía dejar prever su responsabilidad en el guión de otros excelentes filmes, pero Crash se convirtió por méritos propios y con la aclamación de ambos observadores del cine, el gran público y los exquisitos, en la mejor película del año 2005. El sambenito de que Hollywood le concedió el Oscar en tal categoría porque no se atrevió a dárselo a la fotonovela del magnífico Ang Lee, Brokeback Mountain, encumbrada sobre todo por la supuesta valentía de plantearla en clave homosexual, no aguanta el menor embate dialéctico. Sencillamente, la épica lucha que los protagonistas de la película libran contra sí mismos en la sordina urbana de Los Angeles y concatenados hasta la extenuación transmite un mensaje que a la depresión colectiva que aún se vive en EEUU desde el 11 de septiembre negro le hacía más falta al pueblo americano que cualquier otra cosa. El mensaje es nítido entre tanta podredumbre moral como describe: existen seres irrecuperables, pero para quien quiera escucharse el propio latido, la esperanza no se diluirá jamás. Es, como diría un cantante cercano y admirado, la fuerza del corazón.
El mensaje es nítido, sí, pero también complejo. Personajes aparentemente íntegros acaban cayendo en actitudes abyectas, en particular la que se examina con lupa en la cinta, que es la xenofobia, justamente como reacción visceral que puede anidar donde menos sospechamos y que particularmente afecta al momento presente y a sus nuevas y particulares oleadas migratorias, a los guetos imparables, al encontronazo emocional (el crash del título) entre propios y extraños, y por causa de ellos, entre los mismos individuos de cada uno de esos grupos. Pero todo eso no es más que el recordatorio de la extrema volubilidad con que actuamos a poco que nos relajemos, cuando convencemos a nuestro principal juez, que es la conciencia, o en los momentos en que tenemos miedo. Humanidad al fin, que no otra cosa, bien mirado, somos.
El juego encadenado de sucesos, que nos lleva desde el muerto inicial hasta su inopinado autor, es espectacular, como una música que esconde el ruido de fondo de millares de seres desesperados.Llegando al instante único en el que creemos muerta a la niña sobre la que se ha abatido una bala destinada a su padre, el electricista, el tiempo se suspende, y agradecemos al director su concesión a aparentar que los niños en realidad no mueren.
La película ampara, como he dicho, una teoría sobre esa extraña forma de poder que es la emotividad: es el escenario para que un policía racista y violento, en la carne de un Matt Dillon insuperable, nos descubra no sólo las razones de su indigencia moral (un padre colérico, xenófobo, amargado y sin capacidad de amar, al que finalmente abandona en un asilo para librarse del pestilente veneno que le inocula). También nos descubre su capacidad de transformarse ante nuestros ojos y en poco más de una hora, de deleznable en humano y de humano en heroico. Es la metáfora de lo que la adversidad puede hacer con nuestros peores instintos: a unos los catapulta al infierno de la iniquidad, pero otros (el misterio de cuáles y por qué no está a mi alcance), superan el trance y, fagocitado el mal, se elevan a la gloria de elegir el bien.
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