Domingo suizo

La Vanguardia, 26-09-2006

MIQUEL MOLINA

Dos apreciaciones de entrada en torno al referéndum celebrado en Suiza sobre la política de inmigración: primera, que el endurecimiento de las condiciones de entrada y permanencia en el país de los no europeos, que supone un primer paso en la línea de criminalizar a los sin papeles,no tiene precedentes en ninguna otra legislación del continente; segunda, que el amplio apoyo popular recabado por la iniciativa, del 68%, va a ser utilizado como indicador de por dónde va la sensibilidad de la opinión pública europea sobre esta cuestión. La primera reflexión es apenas rebatible: ni el duro Sarkozy se ha atrevido a ir tan lejos como la derecha helvética en la restricción del derecho de asilo y de trabajo. La segunda apreciación está por confirmar, pero cuesta creer que un paso al frente en el blindaje de fronteras como el que ha dado Suiza no vaya a utilizarse como referencia para futuros debates electorales en el resto de una Europa angustiada por la magnitud de la revolución demográfica en curso. Pese a la singularidad suiza.

Parece evidente que el motivo que ha llevado a los votantes suizos a respaldar medidas como, por ejemplo, limitar los permisos de trabajo a extranjeros altamente cualificados y siempre que no se encuentre a un trabajador local disponible nace de un desasosiego compartido por amplias capas de la ciudadanía europea. En tiempos de crisis – o de sospecha de incipiente crisis-, en tiempos en que nos sentimos amenazados por una economía más voluble que nunca, es una reacción humana fijarse en el puesto de trabajo que ocupa el forastero o en las ayudas sociales de que disfruta. Estos miedos parecen haber sido los que rondaban por la mente del votante suizo cuando se dirigía el domingo hacia a su colegio electoral, aunque la tasa de paro de su país se sitúe sólo en el 3,8% – frente al 7,8% de desempleo de la zona euro o el 8,5% de España- y aunque con su voto se dispusiera a echar un pala de tierra sobre su condición de tierra de acogida.

Lo que rondaría por la mente de un votante español en el caso de ser convocado a un referéndum como el suizo es arriesgado aventurarlo, aunque los sondeos, las cartas al director o la actitud de los partidos – siempre reflejo de lo que sospechan que piensan sus bases- apuntan a que una iniciativa que restrinja la inmigración tendría un amplio apoyo en las urnas. Y eso sin contar con que la economía no va a seguir creciendo siempre a alta velocidad y que un año u otro acabará entrando en una vía de cercanías. Algo que nunca ha sucedido desde que España se ha convertido en país de inmigración, por lo que está por ver con qué ojos se mirará aquí al trabajador extranjero cuando se destruyan más empleos de los que se crean y se amplíe la nómina de demandantes de unas ayudas sociales menguantes. En un panorama así, el rechazo del otro estaría más que servido incluso en segmentos razonablemente comprensivos con la inmigración, más allá de los agitadores de la diferencia cuyos fundamentos ideológicos parecen asentarse más en el panteón de los Reyes de El Escorial que en los think tanks de los partidos modernos.

Pero hay otra lectura que hacer del domingo suizo: el voto contra el inmigrante no europeo supone, por el contrario, la apertura del país a una UE con la que mantenía hasta ahora las puertas sólo entreabiertas. Así, los promotores de la ley suiza plantean abiertamente que los empleos no cualificados los ocupen inmigrantes del Este. Este es otro elemento a valorar si nos aventuramos a leer en clave española la avanzadilla helvética: mucha pedagogía necesitaremos aquí para dejar de tratar con desprecio a polacos, checos, rumanos o búlgaros, unos europeos que ya lo son de pleno derecho o que están en camino de serlo. Y a los que vendrán. Para que un día no sea tan necesario seguir contando que del mismo país de donde proceden algunos desvalijadores de pisos nos ha llegado también un violinista del Liceu.

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