SaharaLas miradas del desierto

Diario de Noticias, 24-09-2006

S I hubiera que guardar en el disco duro de un viajero una imagen del Sahara no sería ni la arena que se mete por todos los lados y acaba con cualquier equipo informático ni los hierros retorcidos de los viejos tanques de una guerra en stand by – aunque amenaza con volver – ni las noches estrelladas ni el colorido de melfas, turbantes o chilabas. En el recuerdo quedarán siempre los ojos de esta gente. Esa mirada cálida con fondo negro y sonrisa blanca que iguala a cualquier ministro de un gobierno de subsistencia con el último ciudadano de este país. O ciudadana, porque la mirada de las mujeres (muchas de ellas por la rendija que deja la melfa) y de los niños – esos niños de la guerra que quizá alguna vez conozcan la paz y puedan vivir en su tierra prometida, en el Sahara Occidental, que les robaron los marroquíes en una de las últimas chapuzas del franquismo – llega al fondo del alma y calienta el corazón.

Miles de saharauis (no hay datos pero pueden ser 200.000, al margen de los territorios ocupados) viven allá donde se acaba el desierto y empieza la nada. Le llaman la Hammada, la parte más dura, árida y hostil del Sahara. Una tierra no hecha para el hombre, donde no crece nada (la tierra tiene mucha sal, lo mismo que la escasa agua que existe bajo ella, pues sólo llueve cada 5 ó 6 años) y donde los saharauis han conseguido milagrosamente crear huertas (nacionales y familiares en cooperativa) y que pasten cabras (a veces sólo pueden comer cartón y plásticos) y camellas, para lograr leche al menos para la parte de la población más vulnerable: mujeres y niños.

Es como si se cogiera a toda la población de Pamplona, se la llevara a las Bardenas con unas tiendas de lona y se les diera para comer dos huevos por persona al mes, que es la ración de este producto que logran producir gracias a una granja de gallinas y el pienso de la ayuda internacional que, según lamentan tanto el ministro de cooperación, Salek Baba, como el del Desarrollo, Handi Mayara, se ha reducido casi un 50% por la presión francesa y marroquí. “La situación es complicada. Nuestro objetivo es seguir cubriendo las necesidades básicas de sanidad, alimentación y educación de la población, pero, sobre todo, en el tema de la comida hay mucha presión. Quieren que aceptemos la última propuesta que hay sobre la mesa de autonomía dentro de Marruecos, pero significaría nuestra desaparición. Después de 30 años de resistencia, preferimos morir de hambre a renunciar a nuestra libertad”.

En parecidos términos se expresa Salek, que no descarta una vuelta a las armas si no les dejan otra salida, aunque con un terreno llano, sin aviación y con la comunidad internacional desmochada tras Irak, lo tienen difícil. En los territorios ocupados ya se ha producido una especie de intifada pacífica, reprimida fuertemente por Marruecos, y nadie sabe si al final también puede surgir algún grupo armado de nuevo corte. “Ni el Polisario ni nadie puede controlar eso si se crea un caldo de cultivo”, reflexiona Salek.

resistir y mejorar Bachir Mustafa Sayed, actualmente ministro de Educación, anteriormente de Salud, hermano del primer líder polisario y, en definitiva, uno de los pesos pesados de la RASD, tiene un discurso más reflexivo y profundo. En pocos minutos, en su modesta sala de visitas, hace un repaso de la situación política mundial bastante equilibrada y acertada, desde Bush a Zapatero, desde Latinoamérica a Oriente Medio. Su consigna es resistir y mejorar para tratar de avanzar cuando el escenario se estabilice y el Sahara vuelva a estar en la agenda.

Los tres ministros tienen en común ese tono apacible y sereno. Pero sobre todo, y de nuevo, esos ojos sobre el poblado bigote que transmiten seguridad. También a la población con la que se cruzan y saludan cada día, aunque después de tantos años de sufrimiento haya cierta desesperación y dudas sobre sus dirigentes. Los tres trabajan en unos sobrios despachos con una mesa y una silla. Ni ordenador ni cuadros en las lisas paredes azules de sus austeros ministerios que en Pamplona pasarían por un poblado de Santa Lucía 2. Y es que este gobierno surgido de la guerra y de una situación de emergencia no lo tiene nada fácil. Agradecen la ayuda internacional (material y humana) en cuanto pueden (de los pueblos de la Península, incluida Navarra, y de todos los vascos hablan muy bien), pero agregan a continuación que ellos no se van a quedar de brazos cruzados esperando que les regalen los peces. Quieren aprender a pescar y en ello están.

La mejor prueba es que aquel pueblo beduino y nómada se ha bajado de caballos y camellos y se ha hecho en parte agricultor, con la mujer en un papel importante, aunque en clave musulmana, ya que queda mucho por hacer. De hecho, la mujer, como media, está mejor que en los países de alrededor, pero el movimiento feminista de Marruecos o Argelia les saca mucha ventaja, comentan Maite e Irantzu, dos jóvenes cooperantes de la ONG Hegoa tras una de sus sesiones en las escuelas o casas de mujeres que existen al estilo de lo que en Navarra fueron los centros de promoción de la mujer de los años 70 y 80. Maite e Irantzu no reparten alimentos, pero siembran autoestima y salidas en este colectivo que en su día sostuvo al país en la retaguardia de la guerra y ahora deben tirar de él en la frágil paz.

Handi Mayara está muy orgulloso de esta capacidad de adaptación y superación. Pese a todo, confía aún en una población que se mantiene unida en los diferentes campamentos (27 de febrero, Smara…) porque aún espera una solución al atolladero del referéndum prometido desde los noventa. “Estamos mal, pero aquí no se muere nadie de hambre. No vivimos ese fenómeno de la emigración en cayuco o patera de otras partes de África. Es más, cuando nos devuelvan nuestra casa, que es muy rica en pesca y fosfatos, necesitaremos mano de obra”, afirma Salek.

escepticismo en la calle En la calle, no obstante, se vive esta realidad y estos deseos con una actitud más de salir adelante día a día y de ligero escepticismo. En Tinduf y sus alrededores no hay prácticamente trabajo si no es con los ministerios o con las organizaciones internacionales. La vida no es fácil. Y eso que acabó la guerra que jóvenes como Salem Bhabli, de 26 años, conoció en la línea del frente. Hijo de militar (son casi una veintena de hermanos) también empuñó el fusil cuando hizo falta, aunque ahora lo que agarra con destreza es el volante de un 4 por 4 de ATTSF, la ONG que está realizando una importante labor de infraestructuras en esta zona. El todo terreno es el medio de transporte (quien lo tiene, porque las cunetas están llenas de gente haciendo dedo) que ha sustituido al camello en estas inhóspitas tierras donde el asfalto es una anécdota argelina (sólo hay dos carreteras) y el camino se hace al andar y botar sobre piedras, surcos y badenes.

Salem representa el presente y el futuro. Tiene una novia en España, donde ha pasado varios veranos, tira económicamente de su familia y aspira a un futuro mejor que pasa por la independencia pero también por tener un móvil Sony Ericcson. Su madre, Lueja, en esas horas que van de doce del mediodía a siete de la tarde en las que este mundo se detiene a la sombra, acuna en sus brazos a la hija menor mientras que Salem oficia la ceremonia del té. Esta bebida tan caliente como refrescante es algo imprescindible en Jaimas (tiendas de tela antes de nómadas hoy de refugiados), bares y sedes oficiales. Como los ojos negros saharahuis, el olor y el sabor a té es algo que iguala a mandatarios y súbditos. Y lo ofrecen enseguida a amigos, parientes y extranjeros. Entrar en cualquier hogar saharahui supone zambullirse en un recinto de generosidad y hospitalidad. No tienen nada y lo dan todo. El mundo occidental, y sobre todo el hispano, les debe algo más que ayuda humanitaria: el derecho a vivir en paz y en su tierra. Con la noción laxa del tiempo que tienen (30 años son muchos pero en realidad nada) y su decisión, tarde o temprano lo conseguirán.

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