OPINIÓN/Ricos y pobres

El Correo, 24-09-2006

Hace seis años se produjo un acontecimiento fundamental en la historia de las Naciones Unidas: la Declaración del Milenio. En ella, los 189 países signatarios asumían ocho grandes objetivos que debían de alcanzarse antes de 2015. El primero de ellos pretende reducir a la mitad el porcentaje de personas que en 1990 tenían unos ingresos inferiores a un dólar diario. Con esta promesa de asumir sus responsabilidades en la globalización, el mundo desarrollado ponía fin al denominado Consenso de Washington, que había dominado la agenda de los organismos internacionales en los veinte años precedentes. Sus recetas de corte liberal no habían servido, según sus críticos, más que para ampliar la brecha existente entre ricos y pobres. La Declaración del Milenio, en palabras del secretario general de la ONU, centra sus esfuerzos en el ser humano; en la convicción de que el desarrollo, la seguridad y los derechos humanos están indisolublemente unidos.

Cuando estamos casi a mitad de singladura, el panorama que se dibuja es complejo. En contra de algunos prejuicios fuertemente arraigados, desde la década de los 80 la globalización ha sido compatible con un acusado descenso de la miseria. En ese lapso de tiempo, 390 millones de personas dejaron de vivir por debajo de un dólar diario, de forma tal que la tasa de pobreza con respecto a la población mundial descendió del 40% al 21%. De seguir así, estamos en camino de lograr el primer objetivo de la Declaración del Milenio. La mala noticia es que su consecución se ha materializado de manera muy desigual. De hecho, el gran avance de las dos últimas décadas se ha debido, en gran medida, al auge económico de China e India, cuyos habitantes representan casi el 40% de nuestra ‘aldea global’. Otras regiones han experimentado sólo leves mejoras – América Latina y Asia Central – e incluso ha habido algunas que han retrocedido, como África Subsahariana.

África sigue siendo el continente olvidado, donde se concentran buena parte de los desheredados de la Tierra. En los últimos veinte años, mientras la esperanza de vida se ha reducido por las guerras y la pandemia del sida, el número de pobres se ha multiplicado por dos. Considerando las previsiones de crecimiento de la población – alrededor de 1.000 millones hasta el 2050 – , sólo un milagro puede conseguir que esta región alcance los objetivos del milenio. Y ese milagro es difícil de realizar debido al incumplimiento de las promesas de los países ricos. La ayuda oficial es muy inferior a los compromisos adquiridos y los subsidios agrícolas – en contra de la palabra empeñada en la Ronda de Doha – hunden en la miseria a millones de campesinos. Para muchos de ellos, la única salida para liberarse de esta ‘trampa de la pobreza’ es la inmigración, lo cual significa que en el futuro seguiremos asistiendo a la trágica arribada de cayucos a nuestras costas.

Lo que no parece haber corregido la ola de prosperidad es la desigualdad existente dentro de numerosos países. De hecho, la relación que se registra entre ese atributo y el crecimiento económico es mucho más compleja que en el caso de la pobreza. El auge económico no lleva necesariamente aparejado una mayor equidad. En el caso de China, India, países del Este o en las repúblicas de la antigua Unión Soviética, esas diferencias, lejos de reducirse, se han ensanchado. Y en América Latina, el abismo que separa a los pobres de los ricos prácticamente se ha mantenido intacto. Lo que sí parece demostrado es que a largo plazo esas escandalosas diferencias pueden convertirse en un lastre para el desarrollo. Pero cualquier proyecto de reducirlas inevitablemente adquiere un contenido político porque afecta a privilegios de minorías. De ahí la responsabilidad del mundo industrializado para que los cambios se lleven a cabo por cauces democráticos.

En la mayoría de los países, el aumento de las desigualdades no es debido a que los pobres son más pobres, sino a que los ricos son más ricos. Resulta ilustrativo lo acontecido con los multimillonarios de Forbes, que en veinte años han pasado de 140 a 793. Algo similar ha ocurrido con la información proporcionada por Merril Lynch: el número de personas con más de un millón de dólares en activos financieros se ha doblado desde 1984. Esta espectacular escalada de la opulencia está asociada con el auge económico de los últimos tiempos, que ha tenido un reflejo más que proporcional en los mercados inmobiliarios y de valores. Pero también lo está con la creciente polarización del mercado laboral, promovida por los avances tecnológicos y las nuevas formas de organización empresarial. De esta vorágine ni siquiera se ha salvado el Estado de bienestar europeo, al que se han impuesto recortes para evitar la fuga de unos capitales cada vez más móviles.

Por primera vez en la historia, una generación puede hacer realidad el sueño de liberar a la humanidad de la lacra de la miseria. Sabemos qué reformas debemos implementar para que la salud, la educación y la justicia sean derechos al alcance de todos. Tenemos las capacidades para ello, lo que se precisa es voluntad política, o lo que es igual, solidaridad. Hay que recuperar el espíritu de Doha en favor de un comercio justo. Y lo mismo cabe decir de la promesa de dedicar el 0,7% del PNB a los países en desarrollo (unos 175.000 millones de dólares). De haberlo hecho, los ocho objetivos de desarrollo del milenio comenzarían a ser ya una fructífera realidad. En su lugar, nos hemos dedicado a aumentar el gasto militar, que en 2005 ascendía a más de un billón de dólares. En resumidas cuentas, necesitamos un cambio de rumbo, que no se hará efectivo sin un liderazgo menos aguerrido y más proclive al diálogo multilateral por parte de Estados Unidos.

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