MIGUEL LAPARRA
Cayucos: Menos Demagogia y Más Realismo
Diario de Navarra, 19-09-2006Saliou Fall, un senegalés rescatado del naufragio por unos pescadores españoles frente a las costas de Mauritania, declaraba recientemente en un periódico de ámbito estatal que «los españoles tratan a los inmigrantes como nadie lo hace en el mundo». En el mismo sentido se expresaba un reconocido experto, Sami Naïr, en referencia a la «crisis de los cayucos» sugiriendo que otros gobiernos europeos no lo harían mejor en similares circunstancias.
Sin embargo, lo que transmiten los medios de comunicación es la idea de un desastre nacional. El rosario de cayucos ha reforzado la imagen de una invasión de africanos que nos echará de nuestra casa. Se ha provocado una reacción alarmista y una sensación de impotencia que desata un discurso político demagógico.Conviene por ello relativizar la importancia del problema, en términos de política migratoria, y abordar la cuestión desde una perspectiva pragmática. El flujo que desde el África Subsahariana se dirige a Canarias es una pequeña parte del conjunto del flujo migratorio a nuestro país: desde 2001 ha venido entrando una media de medio millón de inmigrantes cada año. Por muchos africanos que lleguen en este año a Canarias, no llegarán posiblemente a 40.000 (hasta ahora se habla de unos 23.000), ni el 10% del total de inmigrantes anuales: por cada entrada en cayuco hay otros 9 inmigrantes, por lo menos, que están entrando en España, la mayoría de ellos también sin permisos de trabajo y de residencia, aunque por vías menos peligrosas (en avión, en autobús,…), sin el tremendo coste en vidas humanas que supone venir de África. Sólo con Rumanía hay un saldo migratorio neto anual de más de 100.000 personas en los últimos años … ¡y llegan a España atravesando toda Europa!; con América Latina, de más de 200.000, que llegan enseñando el pasaporte en el aeropuerto a la policía nacional.
La inmigración subsahariana supone el 3,8% del total de población extranjera que vive en España. Por diversos motivos económicos, políticos y geográficos, la migración ha sido mucho más difícil para las personas que viven al sur del Sáhara y la vía que han abierto los cayucos no acabará de corregir demasiado esta «discriminación objetiva» frente a otros colectivos. Si hay que tratar de controlar y canalizar este flujo migratorio es sobre todo por razones humanitarias, para evitar el coste en términos de vidas humanas y sufrimiento de esta travesía irracional, pero no porque sea un grave problema migratorio.
Es por ello desproporcionada la apelación a la solidaridad internacional, como si lo que hubiese llegado a Canarias fuese un tsunami. La administración canaria puede verse desbordada por esta llegada de inmigrantes y la presión puede ser excesiva en algunos servicios como los de menores. Sin embargo, abordar la cuestión con una lógica de solidaridad a nivel estatal no tendría que suponer mayor problema: Navarra, por ejemplo, asumiría su parte de corresponsabilidad montando una pequeña estructura de acogida para unos 50 inmigrantes al mes (a Navarra han llegado en los últimos años entre 5.000 y 10.000 inmigrantes al año). Tampoco tendría que ser problema vigilar bien las aguas de una parte reducida de su litoral para un país con un papel relevante en la escena internacional. El refuerzo de los mecanismos de control en Canarias tendría que ir paralelo a un sistema estatal de redistribución de los inmigrantes no repatriados y a la apertura de vías legales que canalicen convenientemente la demanda migratoria hacia España.
Lo que sí necesitamos de la solidaridad europea es, en el corto plazo, la influencia política para conseguir la colaboración de estos países en la lucha contra las redes de trafico ilegal y en la repatriación. A largo plazo, además, sólo la intervención a nivel europeo puede tener un efecto real en el desarrollo económico del continente africano.
En todo caso, lo que pone de manifiesto la «crisis de los cayucos» es los límites del modelo migratorio español, un modelo fuertemente basado en la irregularidad y, por ello, escasamente controlado por el poder público. Pero la clave de este modelo de migración irregular no está en las entradas ilegales (sorteando los controles fronterizos), que siguen siendo minoritarias, sino en la existencia de un mercado de trabajo irregular que ofrece posibilidades reales de empleo aún sin permiso. A largo plazo, el control de los flujos migratorios sólo mejorará si reducimos el empleo sumergido y construimos un modelo de desarrollo más basado en la productividad y menos dependiente de la explotación de mano de obra barata, pero eso es algo que no se improvisa en unos meses, ni tan siquiera en una legislatura.
Miguel Laparra Navarro es miembro del Departamento de Trabajo Social de la Universidad Pública de Navarra
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