Entre el miedo y la compasión

Cuando las políticas inspiradas por el miedo resultan inaplicables, los gobernantes harían bien en dar a entender que también les inspira la compasión

El Correo, 17-09-2006

En cuanto al fenómeno de la inmigración, dos son las sensaciones que se han instalado en la opinión pública de manera, al parecer, inamovible. La primera es que aquélla se ha convertido en un problema de máxima preocupación. La segunda, que el Gobierno se encuentra desbordado y no sabe cómo hacerle frente. A partir de ahí, todo son sentimientos encontrados en la gente y palos de ciego en las autoridades.

Habría que decir, para comenzar, que el aspecto que más inquieta estos días a políticos y sociedad, a saber, la llegada masiva de cayucos a las costas canarias, no representa, en sí mismo, el fenómeno de la inmigración, sino que es sólo una de sus manifestaciones más dramáticas y extremas. El error más flagrante que el Gobierno ha cometido en este asunto consiste precisamente en no haber sabido hacer esta sencilla distinción y en no haber impedido, en consecuencia, que tal manifestación extrema, pero parcial y limitada, del fenómeno se proyectara, con todo su dramatismo, sobre el fenómeno entero. Partiendo de ese error inicial, lo único que el Gobierno ha conseguido es que el debate sobre la inmigración, que parecía haber entrado en una fase de sosiego, se haya pervertido por completo.

Ha ocurrido así que, a raíz de este problema concreto, el Gobierno se está sintiendo obligado a revisar toda su política en la materia y a endurecer su discurso justo en el momento en que la flexibilidad y la comprensión parecerían más necesarias que nunca. Por poner sólo un ejemplo, la regularización de ilegales, que fue en su día una medida, en mi opinión, procedente, aunque sólo fuera por inevitable, ha quedado ridiculizada a posteriori y, lo que es aún peor, puede acabar excluida por ley del horizonte de futuras intervenciones públicas. A lomos de ese tigre que en política lleva el nombre de emoción, el Gobierno ha emprendido una carrera de endurecimiento que, por lo que cabe deducir de las contradictorias declaraciones de sus miembros, ni él mismo sabe a dónde puede conducirlo.

La emoción se mide por las encuestas, y las que el Gobierno ha recibido en las últimas semanas parecen haberlo asustado. Ocurre, sin embargo, que la emoción, como las encuestas que la miden, es voluble y ambigua. Por lo que se refiere a esta concreta que suscitan los inmigrantes subsaharianos que llegan a Canarias, muy bien podría ocurrir que, mientras el Gobierno piensa que es temor lo que la invasión de cayucos está produciendo en la población, ésta se sienta, más bien, conmovida y llamada a compasión por tan dramático espectáculo. Y, así, el endurecimiento puro y duro de las políticas gubernamentales, lejos de ser acogido con aplauso, acabaría siendo rechazado por una sociedad que lo encuentra incompatible con la sensibilidad que el caso concreto requiere. Bastaría con evocar lo que este mismo verano ocurrió en las costas de Malta.

Puede llegar a ocurrir también, por otra parte, que, debido a la enorme visibilidad mediática que ha adquirido el problema de los cayucos, quienes en éstos se atreven a emigrar de sus países reciban en el nuestro un trato más riguroso que los mucho más numerosos inmigrantes que ingresan ilegalmente por nuestros aeropuertos y fronteras terrestres. La inmediata devolución a sus países de origen, proclamada últimamente por nuestros gobernantes con un celo hasta ahora desconocido, podría interpretarse así, en el caso de los subsaharianos que arriban por ese medio de transporte, más que como una medida disuasoria de carácter general, como una amenaza ‘ad hominem’ y, en consecuencia, como un auténtico agravio comparativo. Nunca habíamos escuchado, en efecto, de nuestras autoridades advertencias tan conminatorias en el caso de inmigrantes de otras procedencias.

El Gobierno debería haberse atrevido a reconocer desde el principio que el problema de los cayucos está dotado de características propias y requiere, en consecuencia, respuestas específicas y particulares. Ni de él pueden sacarse conclusiones aplicables a toda la política de inmigración ni ésta puede aplicarse a aquél sin los debidos retoques. Las situaciones excepcionales – y ésta que nos ocupa es una de ellas – demandan soluciones excepcionales. Sobre todo, si las que dicta el manual de uso se demuestran, como ocurre en este caso concreto, imposibles de aplicar. Bien está la llamada a la cooperación europea, bien también los convenios con los países emisores para atajar el problema en su origen, pero poner el acento en la devolución sin contemplaciones de los subsaharianos que ya han puesto pie en nuestro suelo resulta, por las circunstancias especiales que rodean el caso, una medida abocada al fracaso y, por tanto, al ridículo. Hagamos, pues, de la necesidad virtud, y al menos allá donde las leyes que inspira el miedo no pueden aplicarse en todo su rigor dejémonos llevar un poco por la compasión.

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