Esperanzas

Diario Vasco, 15-09-2006

FELIPE JUARISTI

No se trata sólo de juzgar y, por consiguiente, de salvar o de condenar a los demás, sino de comprender o, en su defecto, de intentar comprenderlos. Se habla mucho de la inmigración, de la flotilla de cayucos que día sí y día también desembarcan en alguna playa canaria, de blanda y blanca arena, o en algún pequeño puerto protegido, al abrigo de las inclemencias. Todo se convierte con el tiempo en algo monocorde, como el sonido de la lluvia, rodeada de una monotonía mansa, en una fotografía robada al atardecer.

Como imaginar es, por ahora, un ejercicio no demasiado sujeto a regla alguna ni limitado a mugas y fronteras, imaginémonos qué hubiera pasado si el día grande de la ciudad y de la provincia, el día de la última regata, donde se dirima el vencedor de la bandera de La Concha, tal que entre la embarcación de Castro y la de Astillero, hubiese hecho acto de presencia una navecita abigarrada y llena de personas provenientes de Senegal, Mali u otra nación africana.

O que en medio de la vorágine playera, un domingo cualquiera de agosto, con los niños construyendo lentamente frágiles castillos de arena, los mayores paseando aburridos o tomando el sol, naufragara en la playa de Ondarreta o de la Zurriola, es un decir, una embarcación agavillada de seres fatigados por la travesía, cansados y al límite de sus fuerzas, débiles y debilitados.

Quizá llegáramos a la conclusión de que, a falta de otra cosa, dar esperanzas es lo máximo que pueda darse y, también, lo más difícil de dar. Porque no se puede dar aquello de lo que se carece.

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