Los más jóvenes del cayuco
Los menores llegados a Canarias se añaden años para evitar los estudios y poder trabajar
La Vanguardia, 14-09-2006ALICIA RODRÍGUEZ DE PAZ – Santa Cruz de Tenerife
LOS OBJETIVOS CLAROS…
Cuando ‘La Vanguardia’ les pregunta, dicen que quieren ser electricistas o mecánicos
… SIN DEJAR DE SER NIÑOS
No pierden ocasión de jugar en el patio del centro y se dirigen a la directora con la palabra ‘madre’
Diecisiete, he aquí el número mágico. Cuando a los ocupantes más jóvenes de los cayucos que estos días están llegando a las costas canarias les preguntan por su edad, contestan con rapidez que tienen 17 años. El irresistible empuje por conseguir un trabajo, por comenzar cuanto antes a contribuir a la economía familiar, los lleva en muchos casos a aumentar su edad. Si admitieran tener 16 años o menos, serían obligados a estudiar. Eso podría explicar que, de los 85 muchachos que residen desde hace menos de un mes en el centro de La Esperanza, en el norte de Tenerife, más de 70 afirmen que tienen o están a punto de cumplir los 17. La Vanguardia ha podido entrar en el centro para conocer las opiniones de estos jóvenes.
“Los subsaharianos se mueren por ser mayores, así que se ponen más años de los que tienen porque sólo piensan en trabajar”, explica la directora, María Antonia Melián.
Empujados por el hambre, la guerra o el afán personal de prosperar, todos tienen como meta conseguir un trabajo cuanto antes. Cuando se les pregunta, aseguran que quieren ser electricistas o mecánicos. Por todo ello, no es de extrañar que la impaciencia marque sus días en el centro de menores.
A pesar de ello, no pueden evitar que su comportamiento sea más propio del adolescente que apuntan las bastante fiables pruebas óseas utilizadas para fijar su edad. La mañana del miércoles, el grupo 3 tenía que hacerse cargo de la limpieza y mantenimiento de las instalaciones de La Esperanza, recinto en pleno proceso de rehabilitación que intenta quitarse de encima su actual aspecto destartalado. Como si estuvieran en un patio de instituto cualquiera, aprovechan el menor descuido de sus monitores para gastarse bromas entre ellos o para jugar con las escobas, los recogedores y las mangueras.
En su rostro no se reflejan las penalidades por las que han pasado – algunos estaban en las embarcaciones que permanecieron a la deriva durante días en viajes en los que algunos compañeros perdieron la vida por falta de agua y de alimento- y, si se ven obligados a narrarlas, lo hacen en voz baja.
Esbeltos, atléticos – y “obedientes”, añade Melián-, se refugian en la complicidad del grupo y observan con curiosidad todo lo que pasa a su alrededor. En todo momento reclaman la atención y la aprobación de los trabajadores que los cuidan. Uno de ellos se acerca a la directora para pedirle que le guarde 15 euros de la paga mensual de 60 que reciben. A los pocos minutos bromea con ella otro muchacho del centro, quien la llama con suavidad “madre”.
Los senegaleses son, con diferencia, los más numerosos en este centro situado en una zona boscosa donde reina el silencio, gestionado por la Asociación Solidaria Mundo Nuevo y dependiente del Gobierno de Canarias. El resto procede de Costa de Marfil, Guinea Bissau y Gambia. En su condición de menores,que reciben los más de 800 chicos inmigrantes que se han jugado la vida en cayucos hasta llegar a Canarias, no puede reducirse ni mucho menos a facilitarles un techo y comida. Por ello, el primer esfuerzo está dirigido al aprendizaje del castellano, que desconocen por completo.
¿Qué reciben en este primer contacto con el Primer Mundo? “No tenemos otro remedio que darles un baño de realidad. Llegan engañados, convencidos de que una vez en España rápidamente tendrán papeles y podrán trabajar. Así que tenemos que explicarle que, en el mejor de los casos, los papeles y el trabajo llegarán dentro de mucho tiempo”, explican en La Esperanza.
Una vez mínimamente familiarizados con el castellano, los que tienen entre 14 y 16 años deberían ir al colegio. Sin embargo, los responsables de su custodia admiten que el proceso de escolarización apenas se ha iniciado y desconocen cuándo podrán concretarlo. Los mayores de 16 han de participar en una tutoría destinada a la inserción laboral, pero no parece fácil que concluyan el proceso porque carecen de los permisos para realizar prácticas.
Por lo pronto, dedican el resto del día a participar en talleres de jardinería y mantenimiento. Además, intervienen en actividades deportivas, donde sin duda el fútbol es el rey. Dos veces por semana tienen organizadas salidas de integración a las poblaciones más cercanas, como La Laguna, para que se familiaricen con el funcionamiento de una ciudad: visitan el Ayuntamiento, la estación de guaguas, los museos…
“Tienen que aprender a valerse por sí mismos, a saber qué servicios tienen cerca”, explican los responsable del centro.
Los muchachos mantienen el contacto con las familias gracias a las tarjetas telefónicas que pueden usar un par de veces a la semana. Y en esas charlas siempre está presente la necesidad de tener una ocupación que les proporcione ingresos cuanto antes. “No conocemos con detalle lo que explican a sus padres. De todas formas, tenemos constancia de que, en algunos casos, les han colgado el teléfono porque han reconocido que aún no tienen un salario – dice un monitor-. Después están un poco más tristes durante unos días. Pero tratan de sobreponerse”.
El sonriente Ibon L., de Gambia, afirma que habla con su padre y su madre con frecuencia y que utiliza parte de la llamada para tranquilizarlos. “España no problem.Soy feliz”, asegura que les insiste. Llegó en cayuco hace tres semanas y sólo piensa en “ayudar a mi familia”. “Soy muy feliz aquí”. Cuando se le pregunta por la edad que tiene, le vuelven a brillar los ojos mientras dice sin titubeos: “Tengo 17 años, apunte bien, 17”.
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