¿Qué pasa con los padres de Fátima?
«Será muy difícil explicar a Fátima H. por qué sus padres no tienen los mismos derechos que los de su compañero de pupitre. Que nuestros representantes políticos contribuyan con su pasividad y con su indolencia a asentar el discurso de la exclusión, ahonda un silencio ante el que ya es imposible callarse».
Diario Vasco, 14-09-2006ALVARO BERMEJO/
Fátima H. es una más de los cerca de dos mil quinientos escolares de origen inmigrante que cada año acoge la red escolar vasca. Desde esta semana hasta que concluya el curso, un equipo de docentes intentará hacer de ella una pequeña ciudadana tan bien formada e informada como el resto de sus compañeros. Por supuesto, sus maestros son muy conscientes de que la integración de las minorías étnicas implica tanto una exigencia democrática como ciertos problemas de procedimiento. Las cuestiones relativas a la práctica religiosa de su familia, por ejemplo, exigirán un trabajo cuidadoso que se irá complicando de curso en curso. Será difícil construir una visión de la inmigración que supere el tópico mediático, donde tan a menudo la presentamos exclusivamente como foco de todos los conflictos. La cosa se complicará cuando toque explicar la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sobre todo si a Fátima se le ocurre preguntar por el artículo 13, donde dice que todas las personas tienen derecho a circular libremente y a elegir su residencia en cualquier país del mundo, incluidos todos los de la UE, donde sobra comentar la mirada con que recibimos a los subsaharianos que llegan a nuestras costas a bordo de un cayuco. Pero sin necesidad de forzar los límites, la pregunta de Fátima que puede dejar a sus profesores sin respuesta es tan sencilla como ésta: pese a que mis padres viven en Euskadi desde hace años, y es aquí donde pagan sus impuestos, ¿ por qué no podrán ser candidatos, y ni siquiera votar, en las próximas elecciones municipales?
Aunque cumplan con todos sus deberes cívicos, los inmigrantes residentes en nuestra tierra, ¿no gozan de los mismos derechos que el resto de los vascos? Es decir, ¿estamos tolerando en nuestro país y en nuestra comunidad la existencia de una clase de ciudadanos de segunda por los que nadie mueve un dedo, salvo para señalarlos como los invitados molestos que se han colado en nuestra fiesta, o peor aún, como los sospechosos habituales que amenazan con quebrar el estado del Bienestar?
A mediados de verano un grupo de parlamentarios extraordinariamente ingenuos anunciaron la presentación de una proposición no de ley, entonces con apoyo del Gobierno, tendente a suprimir los obstáculos que impiden votar en las municipales a los residentes extranjeros no comunitarios. Bastó el mero enunciado para que varios dirigentes nacionalistas – catalanes – pusieran el grito en el cielo advirtiendo que, de ser así, ellos exigirían ciertos requisitos – como el conocimiento de la lengua, la cultura y la identidad catalanas – . Si les digo que esos requisitos no se plantean respecto a los extranjeros de países comunitarios residentes en Cataluña, pongan ustedes el adjetivo a las restricciones nacionalistas. El líder de Iniciativa, Joan Saura, las calificó abiertamente de racistas. El diputado de CiU Felip Puig intentó arreglarlo alegando que el voto inmigrante «podría ser una amenaza para el proyecto de país». Y antes de que el incendio verbal ganara altura y se extendiera a otras comunidades, como la nuestra, la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, atajó la polémica en el primer Consejo de Ministros posvacacional, sentenciando que es «altamente improbable» que los inmigrantes no comunitarios puedan votar en las municipales de mayo de 2007.
Está claro que una cosa es lucir el vestido de vendedora de pistachos en Senegal y otra muy distinta aplicar el ejercicio de un derecho fundamental en España, incluso bajo un Gobierno que se dice progresista y de izquierdas. Y sin embargo fue un español, Francisco de Vitoria quien, allá por el siglo XVI, vinculó el derecho a la libre circulación de cualquier hombre por cualquier parte del mundo con la radical igualdad y dignidad de todos los hombres. Cinco siglos después, esta concepción humanitaria del derecho contrasta sobremanera con el «no derecho» de los inmigrantes a entrar en la fortaleza excluyente y prepotente de la Europa moderna, donde reducimos ese derecho a la conveniencia de los Estados de acogida. Una vez en nuestro suelo, los regularizamos a regañadientes y sólo porque los necesitamos para cubrir los puestos de trabajo que ninguno de nosotros quiere aceptar. Asimismo, les pagamos con los salarios más bajos y con los mínimos derechos posibles. Y aquí no hay Defensor del Pueblo que mueva un dedo ante el Parlamento Vasco, urgiendo al reconocimiento de esos derechos que les hurtamos, pues nadie protesta por ellos.
Así como la escolarización de Fátima H. no es una graciosa concesión de nuestro Ejecutivo, sino un derecho fundamental, un paso más en la pregonada consideración de los inmigrantes no comunitarios como ciudadanos de nuestra comunidad exigiría el reconocimiento de su derecho al voto que, no lo olvidemos, sigue llamándose sufragio «universal».
Nuestra Constitución especifica en su artículo 13 que solamente los españoles serán titulares de ese derecho, pero con la excepción del derecho a votar en las municipales. En el 92 la primera reforma de nuestra ley fundamental amplió aquella excepción de modo que el votante extranjero también pueda ser votado como candidato. Por el momento esta reforma sólo ha afectado a los residentes europeos. Catorce años después, ¿por qué se sigue sin incluir a los sudamericanos o a los subsaharianos? ¿Sólo porque no hay acuerdos de reciprocidad firmados con sus países de origen? Países como Bélgica han modificado su legislación para extender a los no comunitarios los derechos políticos que se reconocen a los ciudadanos de la UE. ¿Por qué aquí no? ¿Por qué aquí sólo vinculamos a los inmigrantes con los cayucos, y no así con esos tres millones de ciudadanos censados en España que han levantado nuestra economía, y revitalizado nuestra demografía, todo esto sin dejar de incrementar los porcentajes de afiliación a la Seguridad Social?
En la tradición liberal democrática vota el ciudadano avecindado en cualquier municipio donde está censado y paga sus impuestos. Asimismo, la visión más progresista del nacionalismo defiende la superación del etnicismo, al menos desde que Pujol dijo aquello de que «es catalán quien vive y trabaja en Cataluña». ¿Por qué muchos de esos catalanes o vascos a su manera, ciudadanos todos ellos que viven y trabajan en nuestro país, seguirán sin poder votar en las próximas municipales?
Parafraseando a Pascal, bien podríamos decir que también aquí el racismo tiene razones que la razón no entiende, aunque no vacila en blindarse con toda clase de subterfugios para justificar lo injustificable.
Verdaderamente, será muy difícil explicar a Fátima H. por qué sus padres no tienen los mismos derechos que los de su compañero de pupitre. Que nuestros representantes políticos contribuyan con su pasividad y con su indolencia a asentar el discurso de la exclusión, ahonda un silencio ante el que ya es imposible callarse.
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