«Ahora tengo una habitación para mí sola»

El peregrinaje de Fany, una hondureña que ha llegado a compartir cama o un piso con 15 personas, pone rostro a la precariedad habitacional entre vulnerables en Gipuzkoa

Diario Vasco, Jorge Napal, 19-12-2025

Su compañera llegaba de madrugada. Ella se acostaba mirando hacia la pared, dejando el hueco necesario en la cama para que una desconocida ocupara su … espacio; ambas, sobre un mismo lecho. Fueron tres meses de inquietud en los que Fany Sánchez, recién llegada a Donostia desde su Honduras natal, jamás llegó a acostumbrarse a aquella situación en la que irremediablemente veía invadido su espacio más íntimo. «¿Cómo iba a acostumbrarme?». Sin ser consciente de ello, comenzaba a vivir en primera persona, allá por el mes de febrero de 2010, los efectos de una emergencia habitacional que le han acompañado durante los últimos quince años.

«Tenía al lado a una extraña. Yo venía de mi cultura, habituada a mi espacio, a mi casa, y al llegar aquí me encontré en aquella situación: acostada contra la pared, a la espera de que llegara ella hacia las tres de la madrugada. Era una cama grande, pero aún así me sentía muy incómoda», confiesa esta mujer de 58 años.

Su voz se suma a un clamor, el de la preocupación por la vivienda, que sigue disparada en Euskadi y se ha consolidado como el principal problema social de la ciudadanía. El tercer Sociómetro vasco de 2025 revela que la falta de un hogar digno preocupa al 58% de la población, el nivel más alto de la historia, solo igualado en 2007 en plena burbuja inmobiliaria.

El alquiler se ha convertido en la única posibilidad de tener acceso a un techo para una parte importante de la población. En Etxebide hay apuntadas más de 80.000 personas a la espera de una VPO en régimen de alquiler, 21.382 de ellas en Gipuzkoa.

Se trata, en todo caso, de cifras oficiales que no retratan a un sector de población migrante que, obligado por las circunstancias, se maneja bajo otros parámetros: navegando en un océano de vulnerabilidad, abriéndose paso entre la economía sumergida, en un errático peregrinar.

De aquella cama «tan extraña» en una habitación de la calle Balleneros del barrio donostiarra de Amara, la hondureña dio el salto a una habitación compartida en la calle Prim. Al menos esta vez era con otra chica a la que la conocía superficialmente. «Era un espacio muy pequeño, pero tenía dos camas. Pagaba 160 euros. Al menos aquí me empadronaron porque en Amara se negaron a hacerlo», detalla la inquilina.

Contar con el padrón es el primer escalón para acceder a derechos sociales, como sanidad, educación o prestaciones y, de esta manera, evitar la cronificación de las situaciones de exclusión. Cáritas advierte, no obstante, de que siete de cada diez personas que atiende no está empadronada.

A pesar de contar con el padrón, a Fany se le abrieron nuevos frentes. «Ella, mi compañera de habitación, tenía a su amigo, y como yo trabajaba todo el día, pues no había mayor problema. Pero hubo una vez que me despacharon temprano y me encontré con su chico en la habitación. Me sentí incómoda. Sentí que nuevamente habían violado mi espacio, que me estaban faltando al respeto. Por lo menos me podía haber llamado, me podía haber dicho que no viniera porque estaba con su chico. No me avisó de nada. Entré de golpe, y me llevé la sorpresa».

Fany recuerda que cerró la puerta cavilando en dirección al Buen Pastor, donde sintió una corazonada. Sí, era la imperiosa necesidad de cambiar nuevamente de aires. Su domicilio se trasladó al barrio de Aiete, donde le asignaron parte del salón de una vivienda reconvertido en habitación. «Era un espacio en el que al principio me sentía yo, pero el resto de habitáculos no estaban separados por paredes sino por cortinas. Pronto caí en la cuenta de que tampoco había intimidad. La gente iba pasando por ahí, sobre todo los fines de semana, no había manera de llevar una vida más o menos tranquila», por lo que nuevamente se vio obligada a fijar su morada en otro lugar, esta vez, en la calle San Francisco del barrio de Gros.

«Era una habitación grande que contaba con cinco camas. La mía era muy pequeña. En esa casa llegamos a vivir unas quince personas. Era muy complicado manejarse en el día a día. La casa estaba ocupada a todas horas y no había manera de encontrar un momento para cocinar, para lavar», rememora. Ni siquiera encontraba una franja horaria para poder ducharse, y eso que se levantaba dos horas antes.

«En el piso había muchas chicas que estaban con sus celulares hasta la una o las dos de la madrugada. Yo tenía que levantarme a las seis de la mañana para ir a trabajar, pero aquello era un caos. Yo les decía que disculparan, que madrugaba todos los días y que tenía que descansar; que a ver si podían hablar más suave. Ellas eran jóvenes y se reían, y yo terminaba durmiéndome a la misma hora que ellas», confiesa con abnegación.

Sobre el papel, tenía derecho a usar la cocina, el baño y las partes comunes, pero le resultó imposible durante el tiempo que estuvo en aquel piso. Nuevamente, se imponía el cambio. «Aunque me cueste un poco más, me administraré mejor, pero necesito conseguir una habitación para mí sola». Esas fueron las palabras que se dijo con la determinación de una íntima promesa. No fue tarea fácil.

El alquiler por estancia en muchas ciudades del Estado cuesta prácticamente lo mismo que una vivienda entera hace una década. La media supera los 420 euros al mes. En Gipuzkoa el precio de una habitación varía bastante. Se pueden encontrar desde unos 350 – 400 euros mensuales (gastos aparte) hasta más de 800 euros, dependiendo de la zona. Fany encontró una habitación «muy pequeñita» en el barrio de Gros, donde «al menos cerraba la puerta y me iba tranquila a la cama. Pude pagar aquella habitación dentro de mis posibilidades; me costaba 380 euros».

En aquel piso, también en la calle San Francisco, vivía con dos matrimonios, cada uno de los cuales tenía un hijo. La hondureña vive actualmente en un piso de Bidebieta junto a otras tres personas, de Nicaragua y Colombia. «Nos llevamos superbien y mantenemos la casa en condiciones. Lo importante es la convivencia, que se respeten los tiempos, los espacios. Creo que la vida con el tiempo te va enseñando», confiesa, consciente de que nuevamente su estancia en esta vivienda tiene un carácter temporal. Una asociación está ayudando a sus inquilinas en un proceso en el que van recomponiendo sus vidas. Es importante buscar ayuda, dice ella, hasta que «vayas encontrando la luz».

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