Dentro del edificio okupado de la polémica

DV accede a las antiguas instalaciones de FP de Martutene y habla con los últimos 'sintecho' antes del desalojo de mañana. «No sabemos a dónde ir»

Diario Vasco, Jorge Napal, 03-12-2025

«Ahí adentro quedarán algo más de 40 personas, el resto se han ido marchando estos días atrás». Nabil Hssini abre a este periódico las … puertas de su morada, un descomunal inmueble de 7.000 metros cuadrados rodeados de sordidez y miseria. La vida no es fácil en el edificio okupado de Martutene, una de las mayores expresiones de la exclusión severa en Gipuzkoa, donde los desperdicios, el olor a excrementos y la incertidumbre forman parte del día a día de sus moradores.

«No sabemos a dónde ir, de momento nos vamos a la calle», dice Hssini, integrante de un colectivo invisible que se ha convertido en centro de atención por la orden judicial de desalojo prevista para mañana, aunque buena parte de sus inquilinos ya ha hecho sus maletas para cambiar de aires con antelación.

DV accede al interior de un edificio que no deja de suscitar controversia, sobre el que se asienta un proyecto educativo que continúa a la espera, sin despejarse el futuro de quienes viven en este inmueble y están dispuestos a realizar un itinerario de inserción social y laboral.

«Aquí me he pasado casi dos años», cuenta Nabil. «¿En qué condiciones? Bueno, me ducho con el agua fría que cae de la tubería cuando llueve, y los días que tengo butano trato de calentarla como puedo», cuenta este marroquí que ha realizado un curso de camarero. Sueña con trabajar algún día en la hostelería, pero lamenta el tiempo de espera al que se ve abocado por su situación administrativa irregular.

El nuevo reglamento de extranjería ha reducido de 3 a 2 años el tiempo de residencia para solicitar la regularización a través del arraigo social, laboral y socioformativo.

Este cambio, que entró en vigor en mayo de 2025, busca agilizar la regularización de migrantes que llevan tiempo en el país y flexibiliza requisitos, pero se convierte en un compás exasperante para quienes se mantienen a la espera, especialmente cuando son víctimas de la exclusión severa. «Aquí adentro puede haber algunas personas malas, pero como las hay ahí afuera. También hay muchos jóvenes tratando de estudiar en las peores condiciones», asegura el marroquí, que tiene previsto irse a vivir a una tienda de campaña. Ninguno de los jóvenes consultados, todos ellos marroquíes y argelinos, cuenta con una alternativa habitacional. Casi todos se niegan a ser retratados porque les avergüenza las condiciones en las que viven.

Ben Salah Aymen sonríe con cierta nostalgia cuando piensa en sus padres y en sus hermanos pequeños. «A mi familia no me atrevo a contarles la verdad, les digo que me va bien la vida», dice este joven de 23 años que llegó a España proveniente de Argelia hace año y medio. Lleva diez meses viviendo en el edificio Agustinos de Martutene, en el que la fundación Ortzadar tiene previsto asentar un proyecto educativo frenado por la actual situación, cuyo desbloqueo supondrá una oportunidad para regenerar y dar vida a esta zona de la ciudad, pero que supone un plus de incertidumbre a sus moradores. Es el caso de Diha Eddine, de 35 años, que camina con sus muletas a duras penas. No tiene dinero para pagar el viaje en tren, por lo que acude a su cita con el Servicio Municipal de Urgencias Sociales (SMUS) a pie. «Desde hace seis meses, no bien, la verdad», acierta a decir en un español renqueante. Es otro de los inquilinos de Martutene que trata de abrirse paso en la vida como puede.

El argelino saca de la mochila el informe médico que revela el peligro que se cierne a la intemperie. Cojea apoyado en sus muletas porque fue apuñalado en el muslo izquierdo el pasado 14 de octubre. A los tres días sufrió una trombosis venosa profunda, «con mucho dolor», lo que motivó su ingreso hospitalario. «Voy al SMUS a hablar de mi situación, y de ahí a la calle», se despide el hombre, matriculado en un centro de la Escuela Para Adultos (EPA). Vencido el recelo inicial por parte de los moradores, este periódico se adentra en las instalaciones. El fuerte olor a inmundicias recorre un largo pasillo que finaliza en una sala donde se ven varias puertas clausuradas por candados de seguridad. Subimos a la primera planta. No hay signos de vida.

Ya en la segunda, rompe el silencio un estornudo proveniente del interior de una de las habitaciones. Se trata de Djhad Bougherira, de 23 años. «La verdad es que duermo mal, no es fácil hacerlo en este lugar. Aquí pasamos mucho frío, pero a pesar de todo nunca falto a mis clases de castellano», cuenta el joven. Recibe a este periódico junto a otros dos amigos en una habitación de unos 30 metros cuadrados, donde se ven dos ventanas enormes sin ningún tipo de protección, por las que se cuela un frío insoportable. Sobre sus pies, un infiernillo que utilizan cuando hay gas, y una caja con alimentos como legumbres, pasta y mermelada que recogen cada mes en Hernani. «A mi familia no les digo la situación en la que me encuentro. Solo sé que me gustaría trabajar de cocinero, y que mientras tanto paso el día donde puedo, en Tabakalera o en cualquier otro lugar caliente en el que pueda recargar el móvil». El joven nos traslada a una habitación anexa, donde Haidar, un amigo suyo, prepara un plato de garbanzos con guisantes y gambas. «¿Que qué tal estamos? Preocupados por el desalojo porque no nos han dado ninguna solución». Haidar es un joven universario que trabajó como cocinero en su país.

Reconoce que no llega a asimilar la situación en la que se encuentra. «Nunca me imaginé que al venir de Argelia íbamos a encontrarnos así. En cualquier caso, no queda mas remedio que acostumbrarse», dice mientras coloca unos baldes que gota a gota se llenan con el agua que se filtra por la techumbre.

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