"Me dijo que Dios me iba a castigar": los obstáculos que encuentran las mujeres migrantes para abortar

Diferentes testimonios de mujeres que llegaron a España desde un país extranjero relatan las barreras y violencias a las que se enfrentaron cuando decidieron interrumpir su embarazo.

Público, María Martínez Collado, 27-10-2025

Una mujer nigeriana de 30 años, residente en Aragón, recuerda el miedo que sintió la primera vez que pensó en acudir al médico cuando se enteró de que estaba embarazada: “Fue pánico de mi gente. Allí todos nos conocemos, todos vamos a la misma iglesia, y las noticias vuelan rápido, rápido. Pensé en mi madre, en la cara que iba a poner. En Nigeria abortar es una vergüenza que arrastra a toda la familia”. Durante semanas intentó aparentar normalidad, hizo “como si nada” e iba al trabajo, sonreía, respondía “todo bien” a quien preguntaba. Pero por dentro, dice, “estaba rota”. No sabía con quién hablar, ni cómo pedir ayuda sin exponerse al rechazo. “Cuando conseguí una clínica [donde poder abortar], fui sola. Ahora pienso que lo peor no fue decidir, sino tener que callarlo todo para que me siguieran tratando igual”. Su relato es uno de los muchos que diferentes mujeres han compartido con Afroféminas. La organización lleva años documentando las experiencias de mujeres negras y migradas que deciden interrumpir su embarazo en nuestro país.

“El aborto, en teoría, es un derecho universal en el Estado español. En la práctica, miles de mujeres migradas viven ese proceso en la angustia, el silencio y la soledad más absoluta”, explican a Público desde el colectivo. Para Afroféminas, el derecho a interrumpir un embarazo se topa con “una red de exclusiones donde el racismo institucional, la precariedad económica, la violencia moral y el miedo se entrelazan para convertir un derecho en el papel en un privilegio prácticamente inaccesible”.

Desde Catalunya, otra mujer camerunesa de 35 años relata que intentó encontrar apoyo en su pastor antes de tomar una decisión: “Pensé que él me iba a entender, que me iba a escuchar. Pero me dijo que si abortaba era pecado grave, que Dios me iba a castigar. Me hizo sentirme sucia, mala”. Esa noche, dice, no durmió. Pensaba ante todo en sus hijos, en la precariedad que la rodeaba, en cómo sobrevivir a aquello que estaba viviendo: “Yo quería hacer las cosas bien, pero ¿qué es hacer las cosas bien cuando ya te juzgan solo por existir, por ser pobre, por ser negra, por ser mujer?”, se pregunta. Como muchas otras, cuenta que finalmente abortó sola. “Después seguí yendo a la iglesia, no porque tuviera fe, sino porque necesitaba que alguien me mirara normal, sin odio. Me costó mucho entender que lo que hice no fue un pecado, fue cuidarme a mí misma”, expresa.

En Madrid, una joven hondureña de 24 años que trabajaba como interna en una casa recuerda que “dormía en un cuarto sin ventana” cuando se dio cuenta “de que estaba embarazada”: “Se me cayó el mundo. Si lo decía, a la calle. Si pedía un día libre, empezaban a sospechar”. Abortó sola, con pastillas que consiguió a través de una amiga, relata: “No me dolió tanto el cuerpo como lo sola que estaba. No podía gritar, no podía llorar fuerte. Tenía miedo de que los niños me oyeran, de que entrara alguien. Esa noche entendí lo que es no tener derechos de verdad: que todo dependa de que te calles”. En Castilla y León, otra mujer ecuatoriana de 32 años narra que llegó a su hospital público de referencia para oír que “todos los médicos eran objetores”. Nadie le ofreció alternativas ni orientación. Tuvo que desplazarse a otra provincia, pagar el autobús y dormir en casa de una desconocida: “Me sentí sola, invisible. Lo hice porque no podía seguir con ese embarazo, pero también porque no iba a dejar que el Estado me dijera qué hacer con mi cuerpo. El viaje fue corto, pero esa sensación de abandono me duró meses”.

Otra mujer, esta vez senegalesa y de 29 años, confiesa que también se topó con los problemas que genera la burocracia a las personas migradas: “Fui al centro de salud y me dijeron que sin tarjeta sanitaria no podían hacer nada. Yo sabía que tenía derecho, pero cuando no tienes papeles te tratan como si no existieras”. Le hablaron de una clínica privada, inasumible económicamente para ella. Al final, una amiga la acompañó y la ayudó a contactar a una asociación feminista: “Me ayudaron, pero había perdido tiempo. El embarazo ya estaba avanzado. Nadie me dijo que cuando eres pobre y negra el reloj va más rápido. Cada día que pierdes entre papeles y ventanillas, el derecho se te escurre entre los dedos”.

Todos estos relatos forman parte de una misma fotografía que hace unas semanas ya advirtió Público en este reportaje. Esto es, la de un derecho reconocido en la ley, pero que para miles de mujeres migradas se desdibuja en un día a día marcado por la violencia. “Las trabas que hay en comunidades como Madrid son absolutamente enormes”, resume Neda, trabajadora social de Médicos del Mundo. La especialista detalla, en conversación con este medio, un proceso “tan lento y opaco que, en la práctica, expulsa a muchas mujeres del sistema”. La primera barrera, explica, aparece “cuando una mujer está en situación administrativa irregular y solo tiene pasaporte”. En teoría, la Comunidad de Madrid reconoce el acceso sanitario para estas personas, pero “para poder acceder necesita una tarjeta sanitaria específica, el DASE [Asistencia sanitaria extranjeros], que lleva un procedimiento largo y estigmatizante”. “Para gestionar el DASE tienes que justificar más de 90 días de residencia en España y presentar un volante de empadronamiento con más de 90 días. Pero muchas mujeres viven en habitaciones alquiladas sin contrato y los caseros no las dejan empadronarse”, señala Neda.

Una imposibilidad que se está convirtiendo, en paralelo, en un negocio: “En Madrid hay personas que cobran hasta 150 euros por empadronarte en un domicilio. Y si no tienes padrón, no puedes acceder al DASE. Es una cadena de exclusión”. Aunque existe la posibilidad de sustituir el padrón por un informe de una trabajadora social pública, “no todas las profesionales administrativos de los centros sanitarios conocen ese procedimiento o, al menos, no todas lo informan”. “Seguimos recibiendo a diario llamadas de mujeres a las que les dicen en el centro de salud que no tienen derecho a atención hasta que no coticen a la Seguridad Social. Eso es falso”, recalca Neda.

Una vez conseguido el informe, comienza otra espera. “En el mejor de los casos, la cita para tramitar la tarjeta tarda entre dos y tres meses. Si algo va mal con la documentación, hay que volver a empezar. En total pueden pasar seis meses. Pero en una interrupción voluntaria del embarazo no podemos esperar seis meses, ni tres”, advierte. Médicos del Mundo es una de las entidades que trabaja para tratar de acelerar los trámites, mediando con los servicios públicos. De modo que “las mujeres terminan necesitando de las ONG para poder acceder a un derecho que debería garantizarles el Estado”. A estas barreras, se le suman otras como los visados de estudio que excluyen de la sanidad pública, las situaciones en las que los pasaportes han sido retenidos, la exigencia de certificados consulares para ciudadanas europeas o de países como Chile y Andorra.

Por no mencionar las dificultades y la demora existentes para la obtención del NIE. “También hay barreras lingüísticas, culturales, racistas. Hay mujeres que acaban renunciando por pura desesperación”, reconoce Neda.

El caso de Ruth (nombre ficticio) es otro ejemplo. Ella vive en Castilla y León desde hace seis años. Tiene NIE, está en situación regular, pero su derecho a interrumpir el embarazo se ha convertido en una espiral que le está generando un gran malestar. “Me dijeron que para abortar tenía que viajar a Madrid”, cuenta. “Más de 200 kilómetros sola. Me dijeron que me pagarían el transporte, pero después de un procedimiento tan duro, venir sola, débil, con dolores, en un autobús… me parece de locos”, relata. Sin familia ni red de apoyo, Ruth estaba, además, afrontando todo el proceso en soledad, hasta que contactó con Médicos del Mundo. Su médica de Familia le explicó que “en León ya no se practican este tipo de procedimientos y que el convenio actual es con Madrid”. Le dieron cita “para casi un mes después”. Mientras tanto, su embarazo y los síntomas han seguido avanzando.

“Tengo náuseas, mareos, desmayos. Y cada cita tarda semanas. No puedo esperar tanto”, explica. “Estoy sola, sin ayuda. Lo único que me han dicho es que, si adelanto el dinero del viaje, quizá me lo devuelvan. Pero no tengo cómo”, añade. Neda confirma que Castilla y León “no tiene centros concertados donde practicar interrupciones voluntarias del embarazo”. Derivan a Madrid. “¿Cómo se traslada una mujer sola, sin recursos, después de una intervención quirúrgica?”, se pregunta. El protocolo actual, añade, “obliga a adelantar los gastos y reclamarlos después”: “Eso, para alguien en situación de vulnerabilidad, es simplemente imposible”. Ante la falta de opciones, Ruth se está planteando pagar una intervención privada. “Me costaría unos 500 euros”, dice. “Es mucho dinero, pero no quiero volver a pasar por la Seguridad Social. En mi primer embarazo lo perdí de forma natural y me trataron con una frialdad terrible. No quiero revivir eso”, lamenta.

Llegadas a este punto, Médicos del Mundo le ha ofrecido apoyo y alojamiento en caso de que decida, finalmente, desplazarse a la capital. “Podríamos costearle el alojamiento para que sufriera lo mínimo posible”, confirma Neda. Pero Ruth, temerosa de que su entorno descubra la situación, sigue valorando hacerlo de forma privada.

Los testimonios de Afroféminas y Médicos del Mundo confirman una desigualdad territorial, donde las leyes parecen ir por un lado y la realidad por otro. Son ocho las comunidades autónomas que siguen sin garantizar el acceso gratuito al aborto para mujeres migrantes, incumpliendo la ley de salud sexual y reproductiva. Desde Afroféminas insisten en que “el obstáculo más invisible y devastador es la mirada social: el juicio moral, la culpa inducida, la presión de un entorno que convierte la decisión más íntima en un acto público de vergüenza”. Una mujer marroquí de 26 años, residente en Murcia, lo resumía así: “Entré a la consulta con una mediadora porque mi español no es perfecto. El médico me preguntó mil veces si estaba segura. Luego: ‘¿Tu marido lo sabe? ¿Él está de acuerdo?’ Le dije que era mi decisión, pero me trataba como a una cría. Me soltó un rollo sobre la maternidad, sobre que luego me iba a arrepentir. Salí de allí con vergüenza y rabia. No me dijeron que no directamente, pero me hicieron dudar. Y eso también es violencia, solo que disfrazada”.

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