«Volver no es una opción»

Viven en Euskadi, tienen 'papeles', trabajo o hijos «que deberán abrirse camino» en España. Tres inmigrantes africanos hablan del «rechazo» y de un viaje en el que la consigna es «Europa o la muerte»

El Correo, 10-09-2006

La inmigración es un problema de crueldad aritmética. Sólo en esta semana, más de un millar de extranjeros han llegado a las costas canarias a bordo de cayucos. En lo que va de año, ya suman veinte mil, más del doble que en 2005. La ecuación, según los servicios asistenciales, es sencilla: tras blindarse las fronteras de Ceuta y Melilla – por donde cruzaron miles de personas hasta hace un par de años – la vía más accesible de entrada a España pasa por el mar. ¿El resultado? El Gobierno ajusta los detalles de un plan de emergencia para aliviar la situación de colapso asistencial en el archipiélago trasladando a los inmigrantes a la península donde, con la colaboración de las autonomías, se tratará de cuadrar las cifras humanas y los recursos económicos.

La inmigración es, además, un problema de perspectiva. Desde África, supone jugarse la bolsa o la vida, o ambas a la vez: por necesidad o desesperación, los jóvenes emigran. Decadencia económica, guerras y la falta de porvenir les impulsan a dar un paso que, a este lado del mar, también va cambiando las perspectivas. La visión europea de la inmigración como un asunto social y numérico está adquiriendo la trascendencia de una revolución demográfica, «la segunda generación», que advierte uno de los ciudadanos del continente vecino que protagonizan este reportaje.

Segunda generación: de los 44,4 millones de ciudadanos censados en nuestro país, 3,88 pertenecen a otra nacionalidad y ellos son los responsables de que la natalidad (con casi 70.000 nacimientos de madre extranjera en 2005) haya alcanzado la tasa más alta de la última década y media en España, un territorio que estaba más cerca de convertirse en el geriátrico de la UE que en una maternidad.

Pero además de sendos problemas aritmético y de perspectivas, la inmigración tiene también un conflicto semántico: el refrán no se aplica. Aquello de «soñar no cuesta nada» queda de pronto obsoleto cuando se viaja en cayuco o salta la valla. El coste es alto. Miedo, inseguridad, desarraigo, fortunas por un viaje incierto. Muerte. No todos llegan a destino ni todos encuentran el destino que buscaban. Sin embargo, sí hay algunos «afortunados» a quienes la apuesta les «salió bien». En este reportaje, tres ciudadanos africanos que residen y trabajan en Euskadi – donde llegan unos 13.000 extranjeros, el triple que en 2002 – relatan el camino que les trajo hasta su sueño.

DARVIS BUYENGA

República del Congo, 29 años

«Cuando huyes, todos los sitios son iguales»

A Darvis Buyenga, un joven congoleño de 29 años, le tocó vivir de cerca la dictadura de Laurent – Désiré Kabila. Pero decidió escapar. «Vivía con mi familia en un pueblo donde la guerra era constante – explica – y no quería ser soldado. Yo estudiaba literatura». Cuando la situación en su país se «agravó demasiado», él se marchó. «Me fui solo. Atravesé Chad en dos meses, pasé por Libia y llegué a Marruecos. Allí me escondí en el bosque durante seis meses. Esperé con otros inmigrantes, también escondidos, hasta que pudimos cruzar a Ceuta. Más tarde, la Cruz Roja nos trasladó. Me pagaron el billete a Bilbao y así llegué al País Vasco».

Con esta simplicidad, Darvis resume un salto de cuatro metros de altura, un camino de 6.000 kilómetros de distancia y un viaje de más de un año de duración. Él ya tiene sus ‘papeles’. Fue uno de los últimos que cruzaron la frontera con España antes de que la valla se alzara en Ceuta y Melilla. Luego han llegado las pateras, los cayucos, los pasajeros amedrentados que ahora han de pasar por la soledad, la marea burocrática y la incertidumbre de saber si lograrán los documentos que Darvis ha soportado estos dos últimos años.

De su ‘odisea’ recuerda el hambre, el «riesgo de pedir comida», la «pena» de abandonar a su familia y el dolor de partirse las piernas. «Trepamos por una escalera, saltamos y escapamos, pero yo me había quebrado los huesos. Estuve tres días tirado en el campo, escondido, sin poder moverme. El dolor era insoportable, pero tenía que cruzar». Encontró asistencia de la Cruz Roja y comprobó que su aventura sólo acababa de comenzar. «No sabía castellano, sólo francés. El Congo fue una colonia de Francia», recuerda.

Cuando llegó a Bilbao, en 2004, Darvis «no tenía nada», salvo la determinación de progresar. «Hice de todo para salir adelante. Fue duro, pero hay que aguantar. La asistente social me dijo que debía aprender el idioma; ella me impulsó a moverme», evoca con la voz quebrada. En esa etapa, los libros desempeñaron un papel fundamental: fueron su «compañía», pero también sus «maestros». «Aprendí a hablar leyendo. Me gusta mucho leer», dice. Y aunque podría haber sido más fácil radicarse en Francia, el joven asegura que jamás pensó en esa posibilidad. ¿La razón? «Cuando huyes de una guerra, todos los sitios son iguales».

En la capital vizcaína, Darvis hizo un curso de chapista. «Este mes comienzo las prácticas – anuncia – . Tengo mi trabajo, ya tengo mis ‘papeles’ y le doy gracias a Dios porque me ha ayudado siempre». Pero ni la Cruz Roja ni el Altísimo pueden salvarlos a todos, y él lo sabe. «Cuando miro el telediario, me duele ver a tanta gente sufrir. Sin embargo, todos conocen el riesgo. Saben que puede salir mal. Pero si estás necesitado, haces cosas que parecen imposibles, aguantas, resistes. El resultado dependerá de ti mismo, porque estás solo. A mí me ha salido bien y, después de lo que pasé, todo me parece fácil».

FRANK FOFU

Camerún, 24 años

«No puedo morir de hambre en Europa»

El viaje de Frank Fofu comenzó en Camerún y terminó en Vitoria, donde el invierno fue su primer abrazo y un contenedor de basura, su primer abrigo. «No conocía a nadie, no hablaba castellano, no tenía dónde dormir. Pasé la noche entre cartones, esperando a que llegara el día», recuerda. Pero no se queja. Antes, mucho antes de esa madrugada, las noches de Frank fueron peores. «Hay un bosque entre Ceuta y Fez, no como éste – dice señalando un parque – . Es un bosque peligroso con animales de verdad. Para dormir, hacíamos chozas con ramas y troncos. Así nos protegíamos de los depredadores y de la Policía marroquí».

Su travesía – de 4.500 kilómetros – duró cuatro años, un tiempo en el que estuvo solo y sin hablar con su familia, que lo había «dado por muerto». «Apenas el 1% de los que salen de allí llegan a España en estado normal. Todo lo que vives, todo lo que ves, es difícil de olvidar», asegura. Y es comprensible. El ‘paisaje’ que vio Frank incluye muertos, «esqueletos viejos», un desierto «interminable» y el zumbido de las balas. «Mueren personas a cada minuto, se desorientan en el desierto». Buscando el norte, lo pierden.

También las fuerzas se diluyen. El hambre es una constante, como golpear puertas a ciegas pidiendo ayuda «sin saber si te darán algo de comer o llamarán a la Policía». Acuden al «catering ’direct’». «Le decimos así porque tú mismo coges la comida de la basura que vierten los barcos. Hay que buscar entre los perros y las ratas, aunque huela mal. Es triste, pero debes alimentarte para resistir, así que cierras los ojos, pillas lo que puedes y comes». En ese marco, no sorprende que los servicios asistenciales se desmoronen de impotencia. «A veces llegan Médicos Sin Fronteras, te dan mantas, paracetamol y un poco de arroz. Te miran y se ponen a llorar».

Desnutridos y presas del pánico – «los ladrones te roban, aunque no tengas nada» – , los hombres que cruzan la muga, viajan en los bajos de un camión o se suben a un cayuco no desisten. «Volver no es una opción. Europa o la muerte». Y lo dice alguien que, a pesar de su juventud, dejó una familia numerosa, una esposa y un hijo. «En mi país, con veinticuatro años ya eres viejo. Yo me casé con quince y tengo un hijo de ocho».

Frank hace una pausa, se mira las cicatrices en las palmas de las manos, y recrea las seis veces que saltó la valla en la frontera. «Te pegan, te cortas, te atrapan, te echan para atrás, te cansas, te quiebras las piernas, pero vale la pena». ¿De verdad? «En África no hay dinero, no hay qué comer, no hay hospitales gratuitos y cualquier enfermedad te mata. Aquí, si estoy enfermo, me curan. Me dan trabajo, me ayudan para que pueda resistir. Es imposible morir de hambre en Europa».

MUSTAFÁ MOUADÍ

Marruecos, 45 años

«Mis hijos se sienten árabes vascos»

No viajó en patera. Mustafá Mouadí vino a España a estudiar. Representa el rostro menos trágico, más amable, de la inmigración (de los 3,8 millones de extranjeros censados en nuestro país, marroquíes, ecuatorianos, rumanos y británicos ocupan los primeros puestos), aunque siente cada naufragio de un cayuco como algo propio, como el hundimiento de un sistema o, al menos, una vía de agua en un porvenir donde «nuestros hijos» jugarán un papel determinante.

Llegó al País Vasco a finales de 1989 para hacer un postgrado de su licenciatura en Geografía. «Sí, soy geógrafo – subraya – . La cosa estaba un poco mal a nivel de trabajo en mi país, así que me marché». Por supuesto, «era otra época». «No necesitabas visado, ni existía la Ley de Extranjería, pero el problema ya estaba clarísimo. Las diferencias entre el primer y el tercer mundo causaban el exilio de las poblaciones del sur. La globalización, las guerras, el neocolonialismo y el lento crecimiento económico en comparación con el de la natalidad ocasionaron un grave problema en mi país. La juventud no tiene trabajo ni futuro», describe.

Basta un momento de conversación con Mustafá para que eche por tierra los «muchos estereotipos» que recaen sobre los marroquíes. Pero, para eso, es necesario hablar «y no todo el mundo lo hace». «Cuando vine, estudié dos años en la Escuela de Idiomas de Deusto. Luego hice un año de doctorado en la Universidad de Cantabria, aunque no lo terminé porque no pude combinar el estudio con el trabajo. Sin embargo, nunca dejé de hacer cursos y, en la mayoría, me sentí rechazado. Sólo por ser de Marruecos, por ser moro, te miran como a un delincuente, te piden drogas y cosas así. Te hartas».

Con 45 años, una esposa y dos hijos nacidos aquí «que se sienten árabes vascos», Mustafá reside en Zamudio y preside desde 2003 una asociación de marroquíes. «Trabajamos para difundir nuestra cultura y, sobre todo, para la segunda generación. Somos conscientes de que nuestros hijos tendrán más posibilidades que nosotros».

Y pone como ejemplo su experiencia. «Soy comerciante, pero es una actividad temporal, hay otras cosas que podría hacer mejor. No obstante, los inmigrantes debemos hacer el trabajo que no quiere la gente de aquí. Incluso si encuentras a una persona que te acepte, tendrás problemas con los otros empleados. Nos toca esperar a que nuestros hijos se abran camino».

Si bien su historia es distinta a la de Frank, la de Darvis y la de cientos de personas que llegan desde África a diario, Mustafá sigue de cerca las noticias en la prensa. «Me da la sensación de que a los gobiernos del sur no les importa nada. No se mueven para que la gente se quede en su tierra y, aunque quisieran, tampoco podrían. Están con el cuello cargado de préstamos y créditos mundiales. No hay recursos y, al mismo tiempo, la televisión vende a España como un destino ideal, donde la vida resulta sencilla». ¿Y es así? «No, en absoluto. Hay gente trabajando, otros con depresión, en la cárcel Hay de todo, pero lo cierto es que nosotros nos dejamos la piel aquí».

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