Open Arms y la Flotilla: la dignidad frente a la complicidad
Público, , 08-09-2025stos días han resonado críticas contra la Flotilla de la Libertad en medios y discursos políticos. No es una novedad: ya ocurrió con el Open Arms, cuando Abascal y Vox no solo criminalizaron sus rescates en el Mediterráneo —llegando a pedir que la marina española hundiera su barco— sino que lo insultaron como “taxi del mar” y lo presentaron como “barco de negreros”, acusándolo de facilitar una supuesta “invasión migratoria”. El patrón se repite: ridiculizar o criminalizar a quienes se juegan la vida en el mar, ya sea para denunciar un genocidio en Gaza o para salvar a seres humanos de la muerte en el Mediterráneo, y negar toda legitimidad a las formas de solidaridad que no encajan en su estrecha agenda política.
En ese coro del desprecio han participado voces que hablan de “performance inútil”, de “show propagandístico” o de “excursión propagandística”. No son ocurrencias aisladas: responden a una tradición que ridiculiza cualquier protesta social que desafíe el canon dominante. Lo vimos con el Open Arms, y lo vemos ahora con la Flotilla. En ambos casos late la misma matriz ideológica: un discurso del odio que criminaliza al otro. Al inmigrante que huye de la guerra o del hambre, al palestino que resiste un genocidio, al musulmán convertido en enemigo interior. Aunque en Palestina no solo haya musulmanes, en el imaginario se reduce a esa condición para alimentar una islamofobia normalizada. Y esa criminalización nunca es inocua: prepara el terreno para la violencia, el abandono o incluso la legitimación del exterminio.
Los recursos varían, pero la lógica es la misma. En el caso de la Flotilla, se apela a la supuesta inutilidad: se afirma que zarpar contra un bloqueo genocida es “teatro” o “excursión”. En el caso del Open Arms, la estrategia ha sido aún más peligrosa: presentarlo como una amenaza de “invasión migratoria”. Dos registros distintos para un mismo fin: desactivar la solidaridad y convertir a sus protagonistas en culpables.
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Pero esas acusaciones se estrellan contra los hechos. Todas las medidas dignas frente al genocidio en Gaza han llegado gracias a la presión social, no a la generosidad de los gobiernos. El reconocimiento del Estado palestino, la personación en La Haya junto a Sudáfrica, la tramitación de una ley para prohibir el comercio de armas con Israel, la ruptura de relaciones institucionales en ciudades como Barcelona, la condena a Israel en Eurovisión arrancada en directo a TVE: nada de esto habría ocurrido sin protestas, sin huelgas de hambre, sin marchas bloqueadas, sin barcos que zarparon sabiendo que no llegarían a puerto.
Y lo mismo ocurre con el Open Arms: no hay mayor refutación a sus detractores que el hecho incontestable de las vidas rescatadas. Decenas de miles de personas que, sin su intervención, habrían muerto ahogadas en el Mediterráneo.
Y no es retórica: la Flotilla entraña riesgos reales. En 2010, la marina israelí asesinó a diez activistas en aguas internacionales. Este mismo año, un barco humanitario fue atacado con drones, provocando incendios y heridos. Netanyahu ha matado a centenares de médicos, periodistas y cooperantes. En Egipto, durante la Marcha Global a Gaza, quienes intentamos abrir un corredor humanitario hacia Rafah recibimos golpes y agresiones de la policía y del ejército. ¿Es eso turismo? ¿Un posado para la foto? No. Eso es ponerse en la línea de fuego. Y aún más cuando el propio gobierno israelí ya ha advertido que tratará a los tripulantes de la Flotilla como “terroristas”, una amenaza que demuestra hasta qué punto está en juego su integridad y su libertad.
Además, recordemos que la ONG World Central Kitchen, en misión conjunta con Open Arms, sufrió un ataque brutal en Gaza: el 1 de abril de 2024, un dron israelí disparó tres misiles a un convoy humanitario, asesinando a siete cooperantes de distintas nacionalidades, mientras escoltaban la ayuda desde el mar hacia tierra firme. Estos trabajadores, claramente identificados y en zona desescalada, habían coordinado sus movimientos con el ejército israelí; aun así fueron atacados. El golpe mostró hasta qué punto Israel busca no solo matar palestinos, sino también a quienes intentan aliviar su sufrimiento.
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La Flotilla no es un fotocol: es parte de una larga tradición de desobediencia civil internacional. Desde las carreteras bloqueadas del Sinaí hasta las aguas abiertas del Mediterráneo, de las plazas ocupadas al bloqueo de barcos de armas. Cuando los gobiernos abdican de su deber de frenar un genocidio, son los pueblos quienes activan mecanismos de resistencia simbólica y material. Lo hacen porque la complicidad occidental los deja sin alternativa: cuando los Estados envían armas a Netanyahu y sabotean resoluciones internacionales, la sociedad civil asume la obligación moral que dicta el derecho internacional y que reclaman los tribunales de justicia. En realidad, no deberían ser ONG ni flotillas ciudadanas quienes garantizaran el paso seguro de la ayuda. Deberían ser los barcos de los ejércitos de los gobiernos occidentales, bajo mandato de la ONU, quienes establecieran un cordón humanitario para proteger a la población asediada, como ya se hizo en otros conflictos del pasado. Que no ocurra así, y que sean activistas desarmados quienes asuman esa tarea, es la mejor prueba de la magnitud de la complicidad institucional. Quizá no se alcance la meta, pero el gesto abre grietas, crea memoria, obliga a mirar.
El paralelismo es claro: igual que el Open Arms, la Flotilla incomoda porque pone en evidencia la inacción y la complicidad de los gobiernos. Cuando unos rescatan náufragos en el Mediterráneo y otros intentan llevar ayuda humanitaria a Gaza, no hacen sino cumplir el deber que los Estados incumplen. Por eso son atacados, ridiculizados o perseguidos judicialmente. Pero también por eso, con cada salida, abren grietas y recuerdan que la dignidad no se arrodilla ante el poder.
Hoy en Gaza está en juego más que la supervivencia de un pueblo. Está en juego el futuro de la humanidad, la vigencia misma del derecho internacional, la prohibición del genocidio y la idea de que existen límites frente al poder desnudo. En ese escenario, la Flotilla y el Open Arms son un eco de las Brigadas Internacionales, pero desde la desobediencia civil pacífica: un recordatorio de que la solidaridad no se declama, se ejerce. Porque es evidente que Netanyahu no detendrá el genocidio por la sola existencia de estas flotillas, pero si algún día se detiene será porque los gobiernos occidentales actúen. Y esos gobiernos solo se moverán si antes lo hace su ciudadanía, con acciones como las de la Flotilla y el Open Arms. En el fondo, este es el núcleo del debate: la democracia no es un deporte de espectadores. Requiere personas organizadas y movilizadas que no olviden que los derechos no caen del cielo, sino que se conquistan y se defienden con compromiso colectivo.
No, el Open Arms no es un “taxi del mar” ni un “barco de negreros”, como llegó a decir Vox. Es una tripulación que arriesga su vida para rescatar náufragos que Europa prefiere dejar morir. Y no, la Flotilla no es ir a hacerse selfies en una góndola. Son casi 300 personas hacinadas en condiciones durísimas en una veintena de veleros que navegan días y noches por un Mediterráneo convertido en frontera mortal, sabiendo que al final del trayecto les espera la armada de un Estado que dispara a matar. Eso no es turismo ni propaganda: es resistencia civil pacífica frente al genocidio y frente a la barbarie de las fronteras. Y por eso, en lugar de ridiculizarlo, habría que preguntarse quién tiene más dignidad: quienes zarpan asumiendo, como mínimo, el riesgo para su integridad y su libertad, o quienes, desde la comodidad de un plató, desprecian lo que jamás se atreverían a hacer.
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