El terror ejemplarizante del genocidio en Gaza
Público, , 26-08-2025Leí hace unos días en la prensa que “pronto” Israel lanzaría su ofensiva para tomar la ciudad de Gaza, donde residen más de un millón de personas. Y se me quedó el adverbio de tiempo flotando en la conciencia; entonces no me paré a identificar por qué esa palabra resonaba tan ásperamente dentro de mí, pero me he quedado esperando todos estos días, en silencio, una acometida brutal del Ejército israelí contra la población civil indefensa.
Un genocidio no puede encontrar ninguna justificación, nunca, aunque el exministro israelí de Asuntos Exteriores, Shlomo Ben Ami, intentara buscarla en su tribuna de El País (“Gaza y las leyes de hierro de la guerra”). Sin contextualizar los acontecimientos, lo que él llamaba un “conflicto regional” se habría desatado como consecuencia de “la matanza” cometida por Hamás el 7 de octubre. Obviaba, como muchos otros analistas, todo el proceso de la ocupación israelí desde 1967, que convirtió a la Franja en un inmenso campo de concentración a cielo abierto. Más allá de la atenuación de esta tragedia (“conflicto regional”) y de la intensificación del terror de “los otros” (“la matanza” de Hamás), el exministro israelí parecía crítico con la actuación del Gobierno israelí por no haber previsto “una serie de consecuencias indeseadas”, como que “su enemigo más débil, Hamás, acabaría siendo el más resistente de todos” y que el conflicto sacaría del olvido la cuestión de los dos Estados, convirtiéndola “en el centro de la atención mundial, además de desencadenar un tsunami diplomático sin precedentes” contra el invasor. Israel no habría contado, pues, con lo que nos enseña la historia sobre la resiliencia, el espíritu de resistencia a la ocupación y, en palabras de Ben Ami, el “poder disruptivo del tribunal de la opinión internacional”. Sin embargo, y a pesar de la presión más que tibia de esta, y de la fuerte contestación interna —cerca de 500.000 israelíes se manifestaron en Tel Aviv reclamando un alto el fuego que les devolviera, vivos o muertos, a sus familiares rehenes—, Israel se prepara para su “ofensiva” final movilizando a 60.000 reservistas.
La inmensa tragedia que ya se ha vivido en la Franja y el infierno que se anticipa con la ocupación de la Ciudad de Gaza no se pueden justificar nunca con la excusa que da el exmandatario de que Hamás ha utilizado a la población civil como escudo humano. Aunque eso fuera cierto, nunca es justificable un genocidio, nunca. Por eso, la Corte Penal Internacional (y no ningún “tribunal de la opinión internacional”) persigue a Netanyahu por crímenes contra la humanidad. La crueldad utilizada para lograr la limpieza étnica de la población palestina sí pasará a la historia, porque, a diferencia del Holocausto, este genocidio ha sido retransmitido en directo y los avances tecnológicos han servido para perfeccionar hasta los más siniestros límites imaginables el asesinato premeditado, calculado, inteligentemente anticipado y divulgado.
Por eso provocaba una ansiedad sorda y una sensación de náusea ese adverbio temporal, “pronto”, que expresaba el tiempo por venir sin el matiz de inmediatez propio de enseguida / en seguida o de inmediatamente; sin el carácter puntual que tendría indicar un día y una hora señalada. Esperamos indefinidamente la acometida de la muerte, porque después de dos años de terror sostenido y de una hambruna estratégicamente utilizada como arma de guerra, la población de Gaza ya no está ni en condiciones de huir. El tiempo pasa muy denso sobre la amenaza latente que ningún agente internacional parece tener la intención de neutralizar.
Efectivamente, la respuesta israelí no ha sido fruto de un súbito impulso de ira que sube de las entrañas, de un ataque de furia defensiva, una rabia momentánea que lo destroza todo movida por el dolor. El genocidio se prolonga ya durante años. Tras más de 22 meses, el sadismo no se puede explicar como una maniobra defensiva. Y digo sadismo, porque ¿cómo si no puede calificarse la acción de esa Fundación Humanitaria de Gaza (GHF), que sustituyó a la red de ayuda gestionada por la ONU para el reparto de comida y que ha ocasionado al menos 1.021 víctimas mortales en las inmediaciones de los enclaves de reparto y otras 836 en las rutas de los camiones?
¿Y el uso del hambre? Durante semanas, he pensado que cualquier análisis sobre Gaza banalizaba el inefable horror que allí se vive. Ahora entiendo que el silencio se me imponía no solo por el miedo, sino también por el efecto abrumador que tiene en la conciencia la violencia, capaz de paralizar emocional, cognitiva y moralmente.
La utilización política del miedo no es nada nuevo. En La doctrina del shock (2017), Naomi Klein aplicó al terreno económico y social la estrategia militar conocida como “conmoción y pavor” (shock and awe): el impacto traumático causado por algunos acontecimientos —como la guerra, el terrorismo, las catástrofes naturales o los colapsos económicos— es de una intensidad tal que resulta difícil procesarlos racionalmente. La experiencia traumática provoca un desbordamiento emocional que escapa a la simbolización inmediata. El impacto quiebra la conciencia, abre una brecha en la experiencia del tiempo y del lenguaje, creando un agujero en el campo de sentido (Cathy Caruth) y, como consecuencia, una gran desorientación y miedo. De este modo, en medio de la experiencia traumática, se pueden poner en práctica políticas muy crueles que en otras circunstancias serían absolutamente inasumibles.
Es el miedo como herramienta de control y sumisión. Como señala Eva Illouz (La modernidad explosiva): “Existe una conexión directa entre temor, reverencia y obediencia”. A lo largo de la historia, los Estados han utilizado el miedo como fundamento y legitimación del orden social. Y algunos lo han convertido en un instrumento visible y explícito de poder; por eso, publicitan juicios espectáculo, queman libros en público, acosan y persiguen arbitraria y públicamente…, “precisamente para hacer del miedo una dimensión visible, tangible y teatral del ejercicio del poder”.
La visibilidad de la violencia es esencial para su función ejemplarizadora. El Ejército israelí ha asesinado a más de 200 periodistas en la Franja de Gaza desde octubre de 2013, porque, como es sabido, la primera víctima en una guerra es la verdad. Pero sí, nos han llegado noticias, imágenes escalofriantes de un horror inimaginable, hechos que han hecho saltar por los aires los marcos y valores que le daban sentido a nuestra vida. De forma vicaria, toda la población mundial se ha visto sometida al impacto traumático de una violencia indescriptible. El terror ejercido sobre el pueblo palestino es una catástrofe en sí mismo, pero es también una experiencia ejemplarizante que trasciende sus propios límites geográficos. Las imágenes que circulan —cadáveres de niños, hospitales en ruinas, una niña corriendo entre ruinas en medio del fuego, manos y brazos saliendo inertes de entre los escombros, madres llorando a sus hijos asesinados— no solo buscan acabar con la resistencia palestina, sino que funcionan como advertencia global. Dicho de otro modo, no son simplemente testimonios de un crimen, sino una amenaza dirigida al resto del mundo.
El vértigo y el miedo que vivimos son los efectos naturales de una experiencia especular: Gaza se ha convertido en un espejo de lo que seremos. No es solo que el sufrimiento palestino nos genere compasión, sino que activa un miedo profundo, existencial, porque revela la desnudez de la vida frente al poder, la fragilidad de cualquier derecho cuando se convierte en un obstáculo para la lógica económica, militar, colonial. Es la transmisión de una experiencia traumática de forma vicaria y nos deja un sentimiento profundo de desarraigo: la sensación de ser, de pronto, unos extraños en nuestro mundo y una enorme dificultad para identificarnos con una comunidad política y unas instituciones que, si no actúan ya, se vaciarán de todo sentido. Como advertía Gerardo Pisarello (“Desarmar a los genocidas”), lo que ocurre en Gaza “es una advertencia de lo que nos espera a todos los que queramos rebelarnos por causas justas, a las personas migrantes, a las mujeres, a las clases trabajadoras, a la humanidad, en definitiva, si la impunidad de los genocidas se impone…”
Solo nos quedará el silencio. El asombro ante la pasividad de la comunidad internacional se ha convertido ya en un tópico: no hay palabras para explicar tanto espanto y la indefensión a la que nos aboca. Porque si es verdad que los Estados han utilizado siempre el miedo como herramienta de control y sumisión, también es cierto que ha sido uno de los factores legitimadores de su función: el Estado como padre que nos protege y calma nuestra inseguridad con certidumbres. Gaza, en cambio, nos revela la soledad de la vida a la intemperie, expuesta a un terror inefable sin que haya ninguna garantía de límites para quienes atentan contra la vida de otros, da igual con qué excusas. Si no se para el genocidio y la impunidad de los genocidas se impone, ¿quién podrá, a partir de ahora, hablar de democracia, de derechos humanos, de solidaridad, de esperanza?
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