Un pueblo de la cuenca minera asturiana, 83 migrantes y ninguna alarma

Público, Ismael Juárez Pérez, 18-08-2025

En una terraza cualquiera de Sotrondio, en la cuenca asturiana, en una tarde de julio, dos vecinos comparten conversación y café mientras saludan con naturalidad a un grupo de jóvenes que pasa caminando. Algunos de esos chicos vienen de jugar al fútbol en un campo cercano. Otros cruzan el pueblo para hacer recados o simplemente estirar las piernas. Nada fuera de lo común. Solo que esos chicos viven en el centro de acogida de migrantes de Sotrondio, abierto desde octubre de 2023 en las antiguas instalaciones del colegio San José. Y lo que aquí sucede a diario, lejos de alimentar los titulares alarmistas, demuestra justo lo contrario: que la convivencia funciona con normalidad.

En plena cuenca minera asturiana, Sotrondio —una localidad de apenas 3.000 de habitantes, dentro del concejo de San Martín del Rey Aurelio— se ha convertido en un ejemplo de integración discreta y efectiva. Frente a los discursos que asocian migración con delincuencia o inseguridad, aquí nadie levanta la voz. “Pura convivencia tranquila”, dice un vecino que se está tomando un café.

“Es que ahora parece que está de moda quejarse de los centros, pero aquí no hay de eso”, resume Placer, vecina del pueblo. “Están bien integrados, no se meten con nadie. El otro día, uno hasta escanciaba sidra mejor que muchos asturianos”, cuenta riendo. También menciona que un vecino, Milio, a veces les da clases informales de español cuando se los encuentra por la calle. Lo hace por su cuenta. Pepe, otro vecino del lugar, comenta a su lado: “Se quejan de los migrantes en otros sitios, eso dice la televisión, pero aquí todo está bien, no hay problemas de ningún tipo. La gente no se queja. Hay problemas para entenderse con ellos, porque casi no hablan castellano, pero no causan molestias de ningún tipo y creo que se les trata con respeto en el pueblo.”

Convivencia sin sobresaltos
Actualmente viven en el centro 83 jóvenes, todos varones y procedentes del África subsahariana: Senegal, Mali, Gambia, Mauritania, Costa de Marfil… La mayoría llegó a España por vía marítima y, tras pasar por Madrid, Canarias u otros puntos del país, fueron derivados a este pequeño rincón asturiano.

No hay revuelo ni presencia policial, ni quejas de los vecinos. Por las tardes, muchos de ellos se agrupan en el patio del centro —el antiguo colegio— para charlar, escuchar música o simplemente matar el tiempo. A menudo se les ve también jugando al fútbol o paseando por el pueblo.

Dentro del centro la vida transcurre con tranquilidad, sin incidentes. El ambiente es calmado, y los residentes —que no están obligados a permanecer en el recinto todo el día— aprovechan las tardes para salir, hacer gestiones o, sencillamente, respirar. Muchos de ellos están centrados en aprender español y buscar empleo, aunque se sienten frustrados por las barreras: el idioma, la falta de papeles, y las clases insuficientes para poder avanzar.
A este tipo de centros de acogida humanitaria llegan personas en distintas situaciones administrativas. Algunos acaban de entrar en el país y esperan iniciar trámites de asilo o protección internacional. Otros se encuentran en situación irregular, pero sin recursos para vivir por su cuenta. También hay quienes están pendientes de regularización por razones humanitarias. Todos tienen en común la vulnerabilidad y la necesidad de apoyo temporal para iniciar una nueva etapa.

“La mayoría coincide: se sienten respetados, aunque limitados por la barrera del idioma.”

Muchos prefieren no hablar de sus trayectos migratorios. No por falta de historia, sino por cansancio. Rechazan que se les pregunte siempre por el dolor o la travesía. “Quieren dejar atrás esa parte”, explican desde su entorno, “porque lo que buscan ahora no es compasión, sino una vida normal, con trabajo y respeto”.
La percepción general entre los migrantes sobre Sotrondio es positiva. Uno de ellos, que habla francés y llegó hace seis meses, asegura que no ha sufrido ningún comportamiento racista. “Nadie me ha hecho preguntas incómodas. No he tenido ningún problema con la gente del pueblo”, explicó con claridad. La mayoría coincide: se sienten respetados, aunque limitados por la barrera del idioma.

Hay 15 personas trabajando en el centro, sin presencia de voluntariado externo. La estructura depende del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Aunque en junio se anunció su cierre y el traslado de los migrantes a otras comunidades, una movilización ciudadana y política consiguió paralizar esa decisión. La continuidad del centro, al menos por ahora, está garantizada.

El idioma, una barrera sin suficientes apoyos
Uno de los pocos elementos que todos —vecinos y migrantes— mencionan como dificultad es el idioma. El español aún se les resiste a muchos. La mayoría habla francés, y no siempre encuentran con quién comunicarse. Solo reciben una clase de español por semana, de dos horas, algo que los propios residentes consideran insuficiente.

Un joven marfileño, que prefiere no dar su nombre, lo resume con sencillez: “Estoy tranquilo aquí. No hay problemas. Pero sin trabajo no puedo quedarme. Y sin idioma, no hay trabajo”. Dice que estudia por su cuenta, que lee y escribe algo cada día, pero que necesitaría un acompañamiento más constante. Otro chico, también de Costa de Marfil, añade: “Una clase por semana no basta. El idioma es muy importante, pero dos horas a la semana no es bastante para aprender bien y rápido”.

Como ya publicó NORTES en un reportaje de abril, aprender castellano sigue siendo una tarea cuesta arriba para muchos migrantes en Asturias, donde la enseñanza del idioma recae en gran medida en ONG sostenidas por voluntariado, sin apoyo público suficiente. Ver artículo.

“Al fin y al cabo son chicos jóvenes”

Sergio, vecino de unos 40 años, vive en una de las calles aledañas al centro. Al principio, cuenta, hubo algo de desconfianza, “pero más por desinformación que por otra cosa” y también “porque parece que se acuerdan de esta zona para cosas como esta y luego nos tienen olvidados, sin empresas, abandonados.” Pero esa frustración por la situación económica no hace que los vecinos revelen ningún tipo de animadversión hacia los recién llegados: “No ha habido ni un solo problema.”

Habla con simpatía de los migrantes, a los que ve por el barrio a diario: “Al fin y al cabo son chicos jóvenes, solo que de otro sitio. Se les ve a veces presumidos, como son los jóvenes, se arreglan, se pasean por el pueblo, toman algo. Incluso alguno ha ligado por aquí”. Lo dice entre risas, pero con respeto. “Son tranquilos, juegan al fútbol y se relacionan hasta donde se puede porque lo que les frena es comunicarse con soltura”.

Otros vecinos coinciden. “Son educados y saludan siempre”, comenta Pepe. “La percepción general es de normalidad. Ellos estudian sus cosas en el centro. No hay una opinión ni excepcionalmente buena ni mala. Normal. Todo bien. Simplemente, convivencia: Todos somos personas.”

Foto: David Aguilar Sánchez.
Cuando lo excepcional es la normalidad
El centro de Sotrondio no ha necesitado campañas institucionales ni proyectos piloto para funcionar. Se ha integrado en el día a día de una localidad obrera, envejecida, que arrastra décadas de reconversión. Y pone de manifiesto que el miedo, en no pocas ocasiones, no es racional, sino inducido.

Frente a discursos de odio, bulos y titulares sensacionalistas, aquí la realidad es otra. La migración no ha traído inseguridad ni fracturas sociales. Ha traído chicos que caminan por el pueblo, que saludan, que juegan, que buscan su sitio, que quieren aprender, que quieren trabajar.

La normalidad se consolida también desde lo institucional: el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha anunciado que el centro verá ampliada su capacidad en junio del próximo año, tras la remodelación del antiguo colegio San José, con una inversión de siete millones de euros. La ampliación permitirá acoger también a menores, dentro del plan nacional de recuperación y aumento de plazas de protección internacional, garantizando atención personalizada a quienes más lo necesitan.

“Aquí no soy rico, pero estoy tranquilo”, cuenta uno de ellos. “No hago problemas. Respeto. La gente me habla… sonríe. Eso es bueno.”

Y un pueblo que, simplemente, los ha aceptado como parte de su rutina. Sin ruido. Sin espectáculo. Sin odio. Como tantas veces en la cuenca asturiana, donde el problema nunca ha sido el que llega, sino lo que falta.

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