Jumilla, Palestina y la pirámide del odio
Público, , 12-08-2025Hay un gráfico que se usa a menudo para explicar la progresión del odio, representada en una pirámide en cuya base están los prejuicios, y que en los escalones superiores va concretándose cada vez más. Del discurso de odio se sube a la agresión, a la discriminación, a la institucionalización de ambas, y si no se para a tiempo, poco a poco, se llega hasta la cima, que es el exterminio, el genocidio. Uno de los ejemplos más simbólicamente recurrentes es el nazismo y su concreción con el Holocausto, y todo el mundo identifica el proceso que siguió ese odio, ese prejuicio instalado en las culturas europeas que permitió meter a judíos, gitanos y opositores políticos, hasta entonces sus vecinos, en trenes hacia campos de concentración ante la indolencia o la colaboración de una parte de la sociedad. Esta sociedad que había ido comprando cada uno de los clichés y relatos de deshumanización y criminalización que iban propagándose sobre los colectivos a eliminar. Cuando sucedió lo previsible, nadie se extrañó, por mucho que luego la mayoría se hiciese el tonto.
Ningún genocidio empieza de la nada. Se concreta después de una serie de pasos previos que permiten ejecutarlo en nombre de un sentido común que lo entiende como necesario. La fanatización de una sociedad hasta el punto de ser cómplice de tal atrocidad no es inmediata ni obra de un solo actor. Hay múltiples factores y colaboradores que empujan en esa dirección, algunos más ambiguos que otros, pero todos responsables de no haber parado a tiempo la escalada de la pirámide, cuando tan solo era una palabra, un acto concreto de un puñado de nazis.
Estas últimas campañas racistas e islamófobas que ha llevado a cabo la ultraderecha española son un escalón más en esa pirámide. Su capacidad para marcar la agenda política y mediática es proporcional a lo que le dejen los demás. El PP le compra todo a Vox por mantenerse en el poder allá donde depende de ellos. Y otros lo rechazan añadiendo peros. Y de repente aparece en España un falso debate sobre si una parte de nuestra ciudadanía puede o no disfrutar de los mismos derechos que el resto. Imagina debatir en los años 30 si las leyes de Nuremberg, que restringían los derechos de los judíos en la Alemania nazi, eran o no aceptables en una democracia.
Las identidades excluyentes de las que se sirven las extremas derechas y los etnonacionalismos tratan de hacer inviable la convivencia en la diversidad. Inventan problemas y azuzan conflictos donde no los hay. Se habla de un ‘nosotros’ y ‘ellos’ para referirse a nuestros vecinos, y no desde una perspectiva de clase, sino estrictamente racial. Se habla de valores y costumbres propias, como si los de alguien del Opus que vive en una urbanización de millonarios fuesen los mismos que los míos y los de mi vecino Mohamed. Estos discursos, aunque se aderecen de buenismos varios, tan solo refuerzan la jerarquización racial estructural que ya existe, que se concreta más allá de la retórica, en las leyes, en la práctica, en lo institucional. El racismo no es tan solo el desvío moral de unos cuantos, sino una parte indesligable de un sistema que se ha construido en base al racismo, al colonialismo y al expolio, y que sigue argumentando que las personas migrantes son buenas porque hacen los trabajos que nosotros no queremos, o porque juegan bien a algún deporte. Y que nuestra civilización es la única grande y libre que debe imponerse sobre las demás.
Pero el racismo es también la invisibilización de nuestra diversidad para hablar de ella. ¿Cuántas voces musulmanas hemos escuchado estos días en los debates y las tertulias para hablar de la islamofobia? ¿Cuántas voces racializadas se sentaron en los platós para hablar de las cacerías racistas en Torre Pacheco? Al final éramos un puñado de blancos hablando de los problemas que sufrían nuestros colegas, nuestros vecinos, nuestros amigos, como si ellos no supieran, no pudieran o no quisieran hablar. Aprendimos que cuando hablamos de feminismo, una mesa en la que todos eran tíos era un insulto. Sin embargo, estamos cometiendo el mismo error en estos otros temas, donde hablamos de racismo quienes no lo sufrimos. No solo eso, sino que cuando aparece una persona racializada, es para hablar de asuntos que rodean a su condición, no de cualquier otro tema, por mucho que sepan, porque eso parece que no les pertenece.
La islamofobia no es nueva, sino que forma parte de nuestra construcción identitaria a lo largo de los siglos. Todos los mitos nacionales están basados en la conquista sobre el moro y el islam, y se concibe la identidad y la cultura propia a partir de entonces, llegando incluso a negar la herencia anterior, como si hubiese desaparecido de un plumazo, como si aquellos estuviesen de paso. Pero lo mismo sucede con los judíos, con ese borrado de su historia en nuestra península, o esa extranjerización a la que el nacionalcatolicismo ha condenado siempre a ambos, a judíos y a musulmanes. La idea de una conspiración judeomasónica que usaba el franquismo contra los demócratas y la teoría del Gran Reemplazo beben de un mismo pozo infecto de prejuicios que riega hoy los huertos de las extremas derechas.
La pirámide del odio escala a un ritmo vertiginoso en estos tiempos, viendo como el mismo proceso se repite en Gaza con los palestinos, donde el genocidio es evidente y ha seguido los mismos pasos que el resto de exterminios. Y donde también se repite el negacionismo que tanto se esforzaron en extender los nazis después del Holocausto para rehabilitar su ideología. La escalada es imparable, viendo cómo, en vez de cuestionar las discriminaciones estructurales, convierten en ley y ordenanza en Europa medidas cada vez más racistas y más autoritarias con el aval de una parte de la sociedad.
Nada de esto sería posible sin haber dejado el camino sembrado antes, sin haber construido un relato del miedo, un supremacismo latente, un imaginario identitario que, en su mejor versión, entiende la diversidad como una generosa concesión, siempre revocable, siempre con peros, siempre a merced de quien se atreva a subir un escalón más. Porque todo es debatible y cuestionable en una democracia, dicen. Incluso los derechos. Incluso, llegado el momento, también la vida. Como en Palestina.
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