Embarazadas y sin papeles: partería y medicinas ancestrales para mujeres migrantes en México
Público, , 01-08-2025Parir para transgredir. Dar a luz en tierra ajena. Dar a luz en tránsito. Parir en medio de un muro.
Nacer al lado de una frontera ha de ser como nacer un 29 de febrero, es decir, nacer en un espacio-tiempo etéreo, intangible, inexistente. Durante mucho tiempo inexistente. Porque, ¿qué es una frontera? Según la RAE es el límite que separa dos Estados contiguos, pero lo que está claro es que es una invención del hombre, no existían en su origen.
En Tijuana (México) se inicia un muro que tiene 900 kilómetros de extensión y nueve metros de altura. Se elevan dos muros, uno en el lado mexicano y otro en el lado estadounidense y, en medio, un trozo de tierra de unos cinco o seis metros de ancho. Tierra de nadie, de nadie más que de ellas.
Ser migrante, estar embarazada y dar a luz en tránsito es un acto de resistencia, una afirmación de dignidad en medio del desarraigo. Es lucha y coraje, pero también ternura y luz.
“Confiamos que la forma en la que estamos transformando el mundo es con amor radical, ternura radical y respeto, recuperando el cuerpo y el territorio”, dice Ximena mientras da de mamar a su bebé. Su casa es desde hace varios años el lugar en el que dan a luz decenas de mujeres. Ella es partera. La partería en México es “un arte de cuidado que lleva tanto el cuidado físico, emocional y espiritual de las personas en su salud reproductiva”, así lo define ella.
En tres palabras la partería es cuidados, sororidad y sostén.
En 2016, Ximena creó Partería y medicinas ancestrales, una asociación de parteras en México que brinda atención gratuita en salud a personas vulnerables en contexto de movilidad: asilados, refugiados, deportados y desplazados; entre quienes están personas indígenas, afrodescendientes y en situación severa de pobreza.
“Las parteras a cuidar van”, dice Ximena entre risas. Ese es uno de sus lemas. Recorren cada albergue y rincón de la ciudad para brindar apoyo a mamás embarazadas y a otras mujeres que lo solicitan.
Jennifer llegó hace un año y medio al albergue en el que se encuentra ahora, embarazada. Ella ya tiene un hijo de tres años y este es su segundo embarazo dentro del albergue. “Yo ya perdí un bebé, estaba de cinco semanas y cinco días, y yo no sabía que estaba embarazada, pero aquí ocurren muchos problemas, quizás fue porque me alteré, pero ya días después me encontré mal, fui al doctor y me dijo que estaba embarazada y que había perdido al bebé”, explica.
Ella y su esposo salieron de Chiapas con la intención de tramitar el visado y llegar a Estados Unidos, pero desde la llegada de Donald Trump al poder cancelaron todas las citas y procesos y se quedaron varados en Tijuana, esperando un giro inesperado en la política de Trump. Esperando lo imposible.
Huyendo de Estados Unidos
Y precisamente la política antimigratoria del nuevo presidente estadounidense, hay creado un flujo de migrantes también a la inversa. Personas que salen del país republicano, para regresar al suyo de origen. Personas deportadas y muchas otras que salen voluntariamente para evitar ser perseguidas y detenidas.
Es el caso de Ana y su esposo. Ellos son de Honduras, llegaron a Estados Unidos en 2018 con tres niños pequeños. Lograron el asilo político durante la primera presidencia de Trump, pero su situación acabó siendo irregular porque se canceló una de las audiencias a las que tenían que asistir debido a la pandemia de la Covid y nunca más se retomó.
En Estados Unidos tuvieron otros tres niños, y trabajaron durante muchos años en la “pizca de uva”.
“Nosotros hemos salido voluntariamente de Estados Unidos porque la migración anda persiguiendo a la gente y ya he visto cómo a una compañera la han deportado a Honduras y han dejado a sus hijos allí, ese fue el miedo mío, que me separasen de mis niños”, lamenta.
Ella y su marido tienen en total siete niños, la última bebé apenas tiene un mes de vida y ha nacido en Tijuana.
Viry también está en el mismo albergue y viaja con sus dos niños, de diez y dos años. Ella no sabe si ya va a llegar a Estados Unidos, pero lo que tiene claro es que no puede regresar a Oaxaca, su tierra natal, por mucho que le gustaría. Ella y su esposo eran felices allí. “Nosotros nos vimos obligados a dejar nuestra casa, un día antes de salir vinieron a balacearnos, querían matarnos”, cuenta.
En los albergues, entre sábanas prestadas y cunas improvisadas, las parteras logran que el parto no sea solo una urgencia médica, sino también un ritual de cuidado. Enseñan a las madres a confiar en sus cuerpos, a entender los cambios, a conectar con el bebé que crece en medio de tanta incertidumbre. Entre masajes, cantos suaves y miradas cómplices, las mujeres empiezan a reconocerse no sólo como migrantes o víctimas, sino como mujeres fuertes, poderosas y creadoras de vida y esperanza. El conocimiento ancestral de la partería se vuelve entonces una herramienta de resistencia, una forma de devolverles poder sobre su historia.
Y así, en la frontera donde termina un país y comienza una herida, también nace algo más fuerte que el miedo: la esperanza. Porque cada parto atendido por estas mujeres es una declaración silenciosa, pero firme de que la ternura, la sororidad y el acompañamiento pueden más que cualquier muro. Donde otros ven cuerpos en tránsito, ellas ven historias por florecer. Y ahí, en el gesto más humano de todos —el de recibir una vida—, se teje también la posibilidad de un nuevo comienzo.
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