¿Cómo decir el dolor de los cayucos?

La Verdad, 07-09-2006

Este verano nos ha asaltado a los ojos directamente el rosario de gentes, muchachos esbeltos y guapos, críos ateridos, que bajan del cayuco, con un discreto avance en el rostro de tener que elegir entre la sed y la esperanza. Sonrisas de gratitud y muecas de hambre y frío. Y mientras desfilan cada día, en una marea creciente, esos rostros, repiquetean declaraciones de políticos, acusatorias o exculpatorias, que aprovechan tanto dolor y tan directa tragedia para desgranar otra vez el rosario de su miseria aprovechada. Da igual que haya picaresca, que la hay, porque lo que hay más seguro es explotación de una miseria desesperada. Es demasiado el contraste entre aquello que ves directamente, como sangre, muerte (esta apenas se ve, pero se supone), con la fuerza que tienen esas imágenes, y la pobreza de los esquemas, a los que el discurso político acaba remitiendo todo. No diré yo, cuando de un artículo se trata, de que no tenga que hablarse de causas y efectos de tamaño desastre, que sin duda ha convertido lo demás de la política española del verano, en insustancial o anecdótico. El problema es que el lenguaje mismo se ha hecho insustancial y anecdótico, porque el lenguaje político ha dejado de tener capacidad para decir.

Otra tragedia ha emergido este verano. Fue la del Libano. La vivieron hombres, mujeres, niños, y ha de decirse que murieron inocentes en ambos bandos. Pero de esa guerra alguien dijo la tragedia sin nombrarla así, y la dijo como nadie. Se trata de la carta que llevaba el titulo Hemos perdido la guerra, y que el novelista israelí David Grossman escribió a su hijo Uri, muerto en la trinchera del Libano. Con razón, desde estas mismas páginas la sensibilidad de Antonio Arco nos recordaba que era preciso leerla. Es un monumento de lenguaje con tanta envergadura como hace tiempo no teníamos, por profundo, por emocionante, por austero e intenso. Se nota en una carta así que el lenguaje es de quien sabe decir, de quien tiene cosas de que hablar no dichas antes de tal forma. David Grossman escribía una elegía por el hijo muerto, en que celebraba emocionado sus gestos, su entusiasmo, y hacía latir en la carta la gratitud del recuerdo por intensas vivencias compartidas. Nada aparentemente decía de la guerra, cuando lo decía todo, pero dice más por haber callado todo acerca de lo que suele decirse, del enemigo, de Hizbolá, o de las razones del propio o extraño. Grossman intuía que lo más importante por decir era la vida segada por la guadaña de esa guerra.

Y yo, que siempre durante todo el verano he querido escribir sobre el drama de África, me he quedado atenazado por la imposibilidad de decirlo, y esperando que quizá un escritor, como hizo Grossamn en el caso de la guerra del Libano, pueda decir, tan mansa y hondamente, aquello que resulta necesario decir sobre el dolor de los cayucos. Porque quizá la tragedia mayor del nuestro lenguaje es que no podemos hablar de lo fundamental sin que asalte a nuestra conciencia el lugar político desde el que hablas. He visto que sucedía tal cosa en la guerra del Libano sobre todo. Intelectuales demasiado plegados a repetir lo que dicen políticos, lo que debe decirse según desde donde hables, porque es la línea políticamente correcta o la que menos trabajo mental cuesta. Es bien triste el espectáculo de observar que un escritor o un pensador o un intelectual simplemente se limita a tener el mismo lenguaje de la confrontación militar, que vas viendo repetir con idéntica facilidad acrítica. Y debería poder decirse mucho más. Para mí lo que está quedando claro este verano es que hay muy pocos Grossman que hayan sido capaces de ir un poco más allá de la simplificación.

Porque el peligro mayor es cuando el lenguaje, las palabras, los sentidos han sido ya ocupados por Acebes o por Pepiño Blanco. Nada entonces queda por hacer. Si dices una cosa estás con uno, si dices la contraria, con el otro. ¿Por qué no habrá un lenguaje que la política no haya ocupado? ¿Por qué sobre ciertas cosas, como ésta de África, no podría hablarse desde el mismo lugar humano, sin que aquello que dijeses estuviera gobernado por otra cosa que la fundamental que nos hace hombres más que animales, sin sospecha, sin rédito, sin ganancia o pérdida?.

Claro está que no puedes decir sin que suene a demagogia o irresponsabilidad que la riqueza es de todos y que no debería haber fronteras, que todos tenemos los mismos derechos sobre la Tierra. Ese discurso está bien y termina en la puerta misma de tu casa donde se guardan los limites de tu privilegio. Alguien habrá que haya utilizado ya ese lugar, para criticar a quienes desde el lugar opuesto están clamando para que se detenga ya este reguero de muerte y tanta picaresca de aprovechadas mafias. Pero se da la circunstancia de que el lugar del horror está políticamente ocupado. Como casi todo lo que la política toca, cuando no tiene dimensión alta. Si dices que hay que parar esa tragedia, parece que te pones de parte de quienes lo hacen reprochando el efecto llamada de las legalizaciones. Si dices que resulta imposible seguir las complicidades del sistema poscolonial, parece que eres irredento comunistoide. ¿Habrá alguien que sepa decir lo que tenemos necesidad de oir? El dolor de África está necesitado de lenguaje, de uno que no esté contaminado. Quizá de ese lenguaje de poetas que sea común a las lenguas, que tenga más sentido que las fronteras. Entre tanto llega el Grossamn que sea capaz de decir tal dolor uno quisiera sólo que se callaran todos los demás.

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